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Actualizado: 17 de junio de 2025


En la necesidad de la venganza, en su odio a los dos malhechores, no había previsto esas consecuencias naturales de su conducta, y al verlas sobrevenir, su tormento había aumentado más allá de toda medida. ¡La víctima inocente caía envuelta, en el concepto de muchos, en el mismo desprecio que pesaba sobre sus victimarios, y algunos iban hasta decir que si la italiana había sido asesinada, merecía su triste muerte por la desordenada vida que había llevado!...

Había, sin embargo, que averiguar el resto, y, efectivamente, aquella tarde supimos por nuestros amigos los anticuarios de Salamanca, que el nombre de Casa de las Muertes le venía á aquel edificio de la circunstancia de haber ostentado, entre los adornos de su portada, hasta hace muy poco tiempo, varias calaveras de piedra, borradas al fin por el terror de la plebe: que, ciertamente, había dado la casualidad, hace veintiséis años, de que una mujer que vivía sola en aquella casa de tan fúnebre nombre, fuese asesinada misteriosamente, cosa que al vulgo le pareció sobrenatural, y que, por resultas de todo esto, nadie ha vuelto á pisar aquellos umbrales, si se exceptúan dos comandantes de Carabineros y un jefe de Estadística, forasteros todos, que vivieron allí breves temporadas..... sin que les ocurriese ningún percance.....

Cuando los periódicos publicaron la noticia de que, cerrada la instrucción, resultaba de las acordes confesiones de la Natzichet y de Zakunine que la Condesa d'Arda había sido asesinada por la nihilista, y que la acusación defería a la reo al juicio de los jurados, la curiosidad del público, que había crecido desmesuradamente en los últimos días, se aquietó por fin.

Cuando Vérod se le presentó, Ferpierre se sintió impresionado por su palidez cadavérica, por el abatimiento que toda su persona revelaba. Aquella noche de angustia había pasado por sobre el joven como una década entera: se había envejecido diez años. ¿Sigue usted todavía comenzó a preguntarle el juez en la misma opinión de ayer? ¿Cree usted todavía que su amiga ha sido asesinada?

Si Jenny Hawkins era Juana Baud, existía una sustitución de estado civil y Lea Peralli vivía con un nombre que no era el suyo. Pero, entonces, ¿quién era la muerta? Aquí Tragomer se estrellaba contra realidades abrumadoras. La mujer asesinada en la calle Marbeuf era Lea Peralli. Todo el mundo la reconoció y el mismo Jacobo no puso en duda su identidad.

Pero éste, después de un momento de silencio durante el cual se pasó una mano por la frente y lanzó en su derredor una mirada de duda, contempló una vez más el cuerpo exánime que yacía en el suelo, las formas rígidas de la muerta, el rostro más blanco aún que al principio, sobre el cual las manchas de sangre iban perdiendo su color purpúreo al secarse, la boca todavía entreabierta, los ojos fijos, ya no en éxtasis, sino tremendos; y entonces, extendiendo el brazo, repitió con voz sorda y agitada: Atestiguo que esta mujer ha sido asesinada.

También encontró la vieja fotografía de una dama con peinado romántico y largos pendientes, semejante á la asesinada emperatriz de Austria. Era su esposa, y había muerto en Khartoum, hecha pedazos por los fanáticos del Sudán, capitaneados por el Madhí, cuando su marido iba con el general Gordon.

Pues bien; mientras vos estábais entregada á vuestra felicidad, Dios ha salvado de una manera extraordinaria á Margarita de Austria. ¡Salvado! Sin la misericordia de Dios, su majestad hubiera sido villanamente asesinada. ¡Asesinada! Quevedo contó punto por punto á los dos esposos la tentativa de asesinato contra la reina, y el modo extraño y providencial de su salvación.

Si quisiera discutir, respondió Tragomer, lo haría acaso con más facilidad de lo que usted cree. Pero ¿para qué? No haríamos más que cambiar vanas palabras. Aunque yo le adujese argumentos aceptables, usted no los aceptaría. Lo que hace falta es traer la prueba de que Lea Peralli existe. Lo importante es anunciar á Jacobo que la que creía muerta está viva. Porque observe usted que él la cree muerta bajo la fe de vuestras afirmaciones. El procesado no dudó de vuestras pruebas. Le enseñaron una mujer desfigurada que tenía la estatura, el pelo, los vestidos y las sortijas de Lea Peralli, y aterrado por la angustia, cegado por el dolor, dirigió apenas una mirada de espanto á la víctima extendida en la horrible losa del depósito de cadáveres. Volvió la cabeza y asintió á todo lo que se le afirmaba. ¿Cómo podía negar la evidencia? Lea, asesinada en su casa, ¿podía ser otra que Lea?

El coche atravesaba entonces la Plaza de la Concordia, regada con la sangre de María Antonieta y Luis XVI; al frente se extendía la calle Real, cerrada en el fondo por la soberbia fachada de la Magdalena, descansando sobre sus cincuenta y dos gigantescas columnas corintias; a la espalda, el palacio Borbón, asomando por detrás del puente de la Concordia, rodeado de jardines y de estatuas; a la izquierda, la avenida de los Campos Elíseos, cerrada a enorme distancia por el Arco de la Estrella; a la derecha, del lado de acá del río y entre los frondosos jardines imperiales, lo que quedaba entonces de las Tullerías: algunos muros calcinados por el incendio, un tremendo desengaño histórico, una imagen de la majestad real, abofeteada, escupida y asesinada a garrotazos por Rochefort y Luisa Michel; y en medio de la plaza, levantándose entre las dos fuentes monumentales, como un gigante de otras edades, el decano de París, el obelisco Lucsor, el amigo de los faraones, el testigo de las épocas fabulosas que cuenta por meses las centurias y se ríe, acordándose de sus momias egipcias, de aquel hormiguero humano que a sus pies se agita, haciéndole repetir lo que puso años antes un poeta en su lengua de granito: Oh! dans cent ans, quels laids squelettes Fera ce peuple impie et fou, Qui se couche sans bandelettes Dans des cercueils qui ferme un clou!

Palabra del Dia

rigoleto

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