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Los salones tomaban un aspecto de almacén de antigüedades. Las paredes blancas parecían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que habían caminado varias generaciones, cubrieron todos los pisos. Cortinajes ostentosos, no encontrando un hueco vacío en los salones, iban á adornar las puertas inmediatas á la cocina.

Las casas en fila, las aceras de ladrillos rojos, los balcones con persianas, todo lo admiró con la simpleza de un salvaje del interior que llega a una factoría de la costa. Detúvose ante algunas ventanas convertidas en escaparates, examinando los géneros expuestos con la misma delectación que había contemplado en otra época las lujosas vitrinas de los bulevares o del Regent Street.

En el piso bajo veíanse unas rejas, por entre cuyos hierro salían matas de tiestos, colocados dentro en una tabla. La casa hacía esquina, y el cuarto bajo a que correspondían las rejas tenía por la otra calle una tienda con dos vitrinas. Pero esto no se veía desde el balcón de Miquis, aunque se adivinaba, mirando un rótulo que en áureas letras decía: Castaño, ortopedista.

En el interior del edificio volvió á congratularse de la resolución que le había arrastrado hasta allí. ¡Cómo abandonar tales riquezas!... Contempló los cuadros, las vitrinas, los muebles, los cortinajes, todo bañado en oro por el resplandor moribundo del día, y sintió el orgullo de la posesión.

Los hombres, cargados de regalos, nos atropellan, y a lo mejor se siente uno abofeteado por una cabeza de capón o pavo que a nuestro lado pasa. Las confiterías y tiendas de comidas ofrecen en sus vitrinas una abundancia eructante y pesada que, por la vista, ataruga el estómago.

En dos salas contiguas apenas había nada de exótico, pero muchos primorcitos y antiguallas de porcelana, bronce y plata, estatuetas, esmaltes y vasos colocados en rinconeras, anaqueles y repisas, o ya sobre los mismos muebles, ya custodiados en vitrinas de prolija talla y gracioso dibujo. El salón de baile era de la más sencilla elegancia, estilo Luis XVI; sin más adornos que grandes espejos.

Empezó á preocuparse de su castillo de Villeblanche. Todo lo que poseía en París le pareció repentinamente de escasa importancia comparado con lo que guardaba en la «mansión histórica». Sus mejores cuadros estaban allá, adornando los salones sombríos; allá también los muebles arrancados á los anticuarios tras una batalla de pujas, y las vitrinas repletas, los tapices, las vajillas de plata.

En enormes vitrinas, como en un museo, se exhibía la vieja opulencia de la catedral: imágenes de plata maciza; globos enormes coronados por graciosas figurillas, todo de precioso metal; arquillas de marfil de complicada labor; custodias y viriles de oro; enormes platos dorados y repujados, con escenas mitológicas que resucitaban la alegría del paganismo en aquel rincón sórdido y polvoriento del templo cristiano.

Siguieron hablando de otras cosas, y avanzaban poco en su paseo, porque Isidora se detenía ante los escaparates para ver y admirar lo mucho y vario que en ellos hay siempre. También era motivo de sus detenciones el deseo oculto de mirarse en los cristales, pues es costumbre de las mujeres, y aun en los hombres, echarse una ojeada en las vitrinas, para ver si van tan bien como suponen o pretenden.

Marenval entró en un vasto salón un poco sombrío y espléndidamente amueblado con una sillería antigua de tapicería. En las paredes se veían algunos cuadros notables, restos de una buena colección dispersada por ventas sucesivas. En los ángulos había unas vitrinas vacías.