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De una ojeada, a la luz de la vela que traía la joven que nos abrió la puerta, aprecié lo que encerraba: algunos muebles vetustos; sillas seculares de alto respaldar y garras de león, resto de antiguos esplendores domésticos; dos rinconeras con sus nichos de hoja de lata; un sofá tapizado de cerda.

La primavera se había presentado para ella bajo malísimos auspicios; los conciertos de Cuaresma y los últimos bailes de Pascua, de los cuales no quiso perder uno, le costaron palpitaciones todas las noches, cansancio inexplicable en las piernas, perversiones extrañas del apetito: derivaba la anemia hacia la neurosis, y Pilar masticaba, a hurtadillas, raspaduras del pedestal de las estatuitas de barro que adornaban sus rinconeras y tocador.

Tenía dos alcobas y un gabinete; las puertas, macizas también y de abultado herraje; y como allí «se daban» reuniones, abundaban las sillas más que en casa de Rufita González, y aun había algunas de tapicería de lana; las alfombras eran de fieltro; se contaban hasta cuatro rinconeras con baratijas del bazar de Periquet, y sobre la consola, amén de los clásicos floreros con fanal y un relojillo de bronce que no andaba años hacía, más baratijas valencianas y muchos caracoles y cascaritas de la playa.

En dos salas contiguas apenas había nada de exótico, pero muchos primorcitos y antiguallas de porcelana, bronce y plata, estatuetas, esmaltes y vasos colocados en rinconeras, anaqueles y repisas, o ya sobre los mismos muebles, ya custodiados en vitrinas de prolija talla y gracioso dibujo. El salón de baile era de la más sencilla elegancia, estilo Luis XVI; sin más adornos que grandes espejos.