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En la mesa grande, casi vacía, se alzaban solitarios los altos floreros, y a la luz escasa era lúgubre la mancha blanca del enorme mantel, semejante a un sudario. Sobre el mostrador, un quinqué de petróleo despedía en torno un círculo de claridad anaranjada, concreta, y el amo del establecimiento sirviéndole de pupitre la tableta de mármol , escribía guarismos en una gran agenda.

Se llenaba la salita, que no estaba sucia propiamente, con cinco sillas y un sofá de paja; una consola con su espejillo encima, dos floreros y el retrato de Nacho, de la misma edición que el que tenía Nieves; un veladorcito en el centro con tapete de crochet; seis litografías con marco enchapado de caoba, en las paredes, y tres felpudos de colores en el suelo. Nada de cielorraso.

La habitación estaba adornada con tallas antiguas y cuadros modernos; un célebre banquero de la Calzada de Antin, que manejaba el pincel en sus ratos de ocio, había ofrecido a la señora Chermidy cuatro grandes panneaux representando escenas de naturaleza muerta; el techo era una copia del Banquete de los dioses; la alfombra había venido de Esmirna y los floreros de Macao.

En el suelo había una cesta llena de hortensias y rama verde, destinada al adorno de los floreros; Nucha empezó a colocarla con la destreza y delicadeza graciosa que demostraba en el desempeño de todos sus domésticos quehaceres.

Tenía dos alcobas y un gabinete; las puertas, macizas también y de abultado herraje; y como allí «se daban» reuniones, abundaban las sillas más que en casa de Rufita González, y aun había algunas de tapicería de lana; las alfombras eran de fieltro; se contaban hasta cuatro rinconeras con baratijas del bazar de Periquet, y sobre la consola, amén de los clásicos floreros con fanal y un relojillo de bronce que no andaba años hacía, más baratijas valencianas y muchos caracoles y cascaritas de la playa.

El altar mayor, en que ardía un bosque de velas simétricamente colocadas en sus gradillas, semejaba pirámide de llamas temblorosas, y el talco de los floreros de mano brillaba como plata puesta al sol.

Por tanto es un mueble cómodo: su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa es decir, que es bueno: las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos, y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos; ¡qué chasco se lleva!

El fondo de la pieza ocupábalo un alto mostrador atestado de rimeros de platos, de grupos de cristalería recién lavada, de fruteros donde las pirámides de manzanas y peras pardeaban ante el verde fuerte del musgo. En la mesa principal, en dos floreros de azul porcelana, acababan de mustiarse lacias flores, rosas tardías, girasoles inodoros.

Pues que me dispense, pero tiene un color muy feo... Verá usted, voy a ponerle otro más bonito. Y diciendo y haciendo, fue derecha a uno de los floreros del salón y, después de escoger algún tiempo, sacó un magnífico clavel rojo.

Sobre la consola había un santo bajo fanal, dos floreros de loza con ramos de mano y varias fotografías; el retrato de la condesa con galas de baile, haciendo pareja a éste el de Cristeta en traje de teatro, el del conde a caballo y, por último, los de Manolo e Inés, él con capa y ella con mantilla de casco.