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Pedrito me habló de las carreras; lleva la cuenta de los minutos y segundos que emplea cada caballo en dos mil metros. ¡Qué interesante! ¿Estarías muy divertida con tal conversación? Pues me divertí. Me dió por hacerme la entendida en carreras.

Hoy, que es día de gloria, también yo me atrevo a pedirles que me perdonen. Hace ya años, y aunque con la mejor intención, yo les he hecho sufrir. Y algo peor: yo he contribuído, con mi aturdimiento insensato, a hacer desgraciada a Angustias, quizás a don Pedrito, y, desde luego, a ustedes. ¡Bien lo he pagado! Dios me perdonará. Perdónenme ustedes. ¿Qué dice usté ahí, Felicita? No sea usté simple.

Digo que son las diez, y que si se cena hoy.... No se cena hasta que no venga don Pedrito. Pero es que don Pedrito no cena hoy en casa. ¿Quién se lo ha dicho a usted? Mira qué caracho, él mismo; y ainda mais le dejó a usté una carta. ¿Una carta? ¿Dónde está esa carta? Delante de sus mesmas narices, en la mesa y sobre su plato. Apolonio leyó la carta. Decía: «Padre, perdón. No he nacido para cura.

Don Pedrito queda un momento suspenso en medio del camino, y siempre trémulo, mira cómo su caballo se huye al galope por una siembra, pisándose las bridas. ¿Por qué te detienes, mal hijo? Por ver si entre tanto misionero había alguno que fuese para alcanzarme el caballo. ¡Y te llamas lobo! Lobo seré si mi padre vuelve a levantar su brazo sobre mi cabeza.

Se vuelve buscando en la sombra del retablo algo que arrojar a su hermano para ahuyentarle de la tribuna, y alcanza el perro clavado en las andas de San Roque. Don Pedrito recibe el golpe en mitad de la frente, y con el rostro atravesado por un hilo de sangre se pone en pie, pálido y sereno. ¡Hermano, yo nada quiero de toda esa plata! Llega te daré los brazos para que subas.

El capote de soldado que le cubre parece aumentar la expresión trágica de aquella figura gigante y mendiga. Don Pedrito retrocede estremecido, y arroja el bordón lejos de . Detrás del pobre está la sombra de Doña María. ¡Ten tu cruz, hermano! Gracias, noble señor. ¿ no sabes dónde hallaré yo la mía?

EL CABALLERO siente la amenaza y adelanta hacia su primogénito. Don Pedrito ceja, se recoge, y con un salto impensado, arranca su bordón al leproso. Armado y, apercibido, hace con él un circulo en el aire que tiene un terrible zumbar. Cuando el padre y el hijo van a encontrarse, se interpone entre ellos la figura gigante y trágica del Pobre de San Lázaro.

Para el Padre Alesón no tanto había sido raptada Angustias cuanto la Orden de Santo Domingo; y, más señaladamente, los miembros de la residencia pilarense habían sido violados y escarnecidos. Se imponía la justa sanción, la reparación adecuada, que no podía ser otra sino que don Pedrito perdiera la carrera y se casase con Angustias.

Medita, hijo, medita, en quietud y a la sombra, la burrada que ibas a cometer, dejando el servicio de Dios y su pingüe soldada, por el servicio de una criatura mortal, hija de un zapatero remendón, que ni ni ella tenéis para llevaros un mendrugo a la boca. Don Pedrito, deshecho en amargura, se atrevió a murmurar: Pero en el Seminario no querrán admitirme.

Muy lindas, muy elegantes todas ellas. Notábase que su principal preocupación era su propio atavío. Poco después llegaron los jóvenes: Pedrito, Carlos, Raúl, Enrique, Evaristo, otros varios. Estos donceles merecen párrafo aparte. Llegaban como recién salidos de la sastrería, planchados, engomados, prensados, rígidos, ¡encorsetados! La raya del pantalón, perfecta, como hecha con tiralíneas.