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Depuesto en Avila el rey D. Enrique IV y elevado al trono en su lugar su hermano el infante D. Alonso, declaráronse en Córdoba por el intruso el inquieto D. Alonso de Aguilar y otros grandes caballeros con D. Martin Fernandez, alcaide de los Donceles; y por el rey legítimo el obispo, el conde de Cabra y otros caballeros principales: con lo que quedó la ciudad dividida en dos poderosos bandos que se hicieron sangrienta guerra.

Don Alonso se hallaba en Madrid y su hija había quedado con las dueñas, las cuales le mandaban llamar a toda prisa para que dirigiera a los gañanes en la caza del mastín. Ramiro tuvo un deslumbramiento súbito. Acordose de los caballeros donceles que en las historias descabezaban endriagos, vestiglos y fieros leones, redimiendo princesas, desbaratando encantamientos y maleficios.

Habían hecho que lo tomara casi en aborrecimiento las intemperancias galantes de aquellos donceles que la miraban, que la seguían y que la requebraban implacables, y de aquellas damas que buscaban su trato incesantemente para alabarla cuando hablaban con ella, para ponerla defectos las más, en cuanto se alejaban un poco, y para imitarla todas, al fin, hasta en el modo de andar.

El jueves, viernes y sábado anteriores á su coronacion se encerró en su cámara D. Fernando, y no se dejó ver sino de sus donceles ayunando el viernes; y el sábado despues de mediodia se reunieron todos los personages que vinieron á la festividad.

Como todos los viejos dandys, después de tragar sus píldoras de salud, entregaba su figura a los afeites milagrosos de Guerlain, y como si se sumergiera en la fuente de Juvencio, se bañaba con precauciones en agua tibia y perfumada, dormía como los donceles de César en lecho de plumas y su medio siglo largo, necesitaba después de sus encantadas soirées, que el edredón de los sibaritas cubriera y protegiera sus miembros fatigados como los de Júpiter, después de sus transformaciones.

Muy lindas, muy elegantes todas ellas. Notábase que su principal preocupación era su propio atavío. Poco después llegaron los jóvenes: Pedrito, Carlos, Raúl, Enrique, Evaristo, otros varios. Estos donceles merecen párrafo aparte. Llegaban como recién salidos de la sastrería, planchados, engomados, prensados, rígidos, ¡encorsetados! La raya del pantalón, perfecta, como hecha con tiralíneas.

Entonces tu alma enseña envolverá tu suelo, tus plácidos hogares con ella se ornarán, de oro, de azul y grana se teñirá tu cielo, y oro y azul y grana tus campos mostrarán. Tus ínclitos donceles, tus vírgenes amadas celebrarán ansiosos tu página inmortal; y temblarán tus montes, rosales, y cascadas a los melífluos sones de tu himno nacional.

D. Pedro de Córdoba, marqués de Priego, D. Diego Fernandez de Córdoba, conde de Cabra, D. Diego Fernandez de Córdoba, alcaide de los Donceles, y D. Alonso Fernandez, señor de la casa de Alcaudete, pidiendo gozar de las prerogativas que gozaban todos los descendientes de la Cepa de Córdoba, asi en el tañer de las campanas como en lo demas.

Aquel asolado campo con su ruinoso castillo pasa, no sabemos cuándo, del patrimonio real al patrimonio municipal: llega el año 1405, viene á Córdoba un venerable religioso gerónimo á solicitar la fundacion de un convento de ermitaños en la sierra, y la noble viuda de D. Diego Fernandez de Córdoba, alcaide de los donceles, le cede para este piadoso objeto una huerta que poseía contigua á Córdoba la vieja: la ciudad le para el mismo fin en 1408 las ruinas del castillo de Córdoba la vieja, ya propiedad suya.

Recogían, sobre todo el segundón, los juramentos y palabrotas de los gañanes, y andaban siempre con la boca hinchada de obscenidad y ardiendo, uno y otro, en esa urgencia carnal que ataca, de ordinario, a los donceles. Beatriz prefería al mayor, que era rubio y hermoso; pero saboreaba desde luego la femenina fruición de esperanzarlos a la par.