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Sólo el general, cuya bizarría, serenidad y destreza en las armas rayaba en lo sobrehumano, permaneció impávido en medio de aquel terror harto disculpable. El general se fue hacia el Príncipe, único enemigo no fantástico con quien podía habérselas, y empezó a reñir con él la más brava y descomunal pelea. Pero las armas del Príncipe tártaro estaban encantadas, y el general no podía herirle.

Jamás consiguió una criada divertirle con gigantes de los que tragan carne cruda, hazañas de ladrones ni aventuras maravillosas de princesas encantadas; pero si escuchaba a sus padres sucesos reales, casos vívidos, algo en que hubiera verdad, entonces, con los ojitos muy abiertos, como perrillo a quien enseñan golosina, se estaba quieto, esperando que la relación terminara, para hacer luego preguntas y más preguntas acerca de lo que no podía entender.

Adiós. La Reina de las Hadas." ¡Oh, querido Abenzeid! Ni las hojas de las flores cuando rompen su corola, son tan numerosas ni de matices tan vivos y diversos como los pensamientos que abrieron mi pecho a las imaginaciones del amor, cuando acabé de beberme las razones encantadas del billete misterioso.

En esta soledad, en medio de las selvas, á la faz de aquella masa de extraña arquitectura que surge repentinamente, imposible es no pensar en esas torres encantadas donde algunas bellas princesas duermen un sueño secular.

Y arrebatado por la imaginación, se veía paseando con María Teresa por países que conocía bien, pero que se transformaban con la presencia de su amada, apareciéndosele como comarcas fabulosas y encantadas. Al fin, se substrajo a esta alucinación, y miró a su alrededor.

Ninguno de los personajes es indígena; todos son turcos, árabes, caballeros cruzados, embajadores, duques, guerreros con armaduras, provistos de armas encantadas y de bálsamos como el famoso de Fierabrás; los buenos castellanos, los malos extranjeros.

Desunció luego los bueyes de la carreta el boyero, y dejólos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible sitio, cuya frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como don Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión como requiría la decencia de un tal caballero como su amo.

El enamorado Sultán, por su parte, realizaba en los alcázares de la Alhambra y en los verjeles del Generalife todas las ficciones y sueños de las mil y una noches, derramando riquezas y tesoros, para que aquellas encantadas estancias fuesen aún más dignas de recibir y hospedar a la sin par Híala.

En un saloncillo de fumar situado en la popa, cerca del comedor, encontró á Tragomer y á Jacobo, les estrechó la mano y dijo sentándose: Acabo de encontrar á su madre de usted y á su hermana. ¡Parecían encantadas, las pobres señoras! Ya era tiempo de que se aclarase su horizonte... Pero los negocios están en buen camino y traigo á ustedes noticias que les satisfarán.

Pensad en lo que es la tierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angelical acaba de remontar su vuelo prematuro, y decidme, si os fuere posible, por el ardor de un voto solemne, pronunciado sobre ese cadáver, llamarlo de nuevo a la vida, decidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo oír»... ¡Salud al Tajo mezzo-cuale! ¡Qué orillas encantadas!