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Entonces tu alma enseña envolverá tu suelo, tus plácidos hogares con ella se ornarán, de oro, de azul y grana se teñirá tu cielo, y oro y azul y grana tus campos mostrarán. Tus ínclitos donceles, tus vírgenes amadas celebrarán ansiosos tu página inmortal; y temblarán tus montes, rosales, y cascadas a los melífluos sones de tu himno nacional.

Yo quise llenar el pliego, casto por sus resplandores, de mis locuras de niño, de mis risas y dolores, del aroma inolvidado de no qué santas flores, y así convertir el pliego en libro de mis amores. Era la noche de luna. Fuera decían los vientos el suspiro milenario de sus plácidos lamentos.

Aquí desaparece el discreteo; aquí se disputa, como en la balaustrada de Verona, sobre si es la alondra ó el ruiseñor el que canta; aquí el éxtasis habla por los dos amantes, mientras que el implacable reloj les va notificando cada hora que transcurre: ¡horas mermadas por la eternidad á su juventud y á su dicha; horas que pueden ser las últimas de sus plácidos coloquios, si la oposición paterna prevalece y la niña se casa con el rico, á pesar de tutear al estudiante; horas descontadas á la esperanza, deudora inmortal del corazón humano, al cual nunca le paga lo que le debe, pero que en cambio es siempre confiada prestamista de los más locos deseos!

Sonrióme la amada, y floreció en el alma la ilusión que se ha ido, y tuve sueños plácidos de corderos que triscan camino del aprisco, de soles que agonizan tras montañas azules, de cristalinos ríos que arrastran hojas secas sobre sus ondas suaves como bucles de niño.

Cristeta era el mejor libro de amor que él había leído, el volumen cuyas páginas le proporcionaron goces a la vez más intensos y más plácidos, el más original y nuevo, pues era texto escrito con admirable ingenuidad, y ejemplar por nadie manoseado: ¡ni siquiera tenía cortadas las hojas! ¡Qué prólogo tan deleitoso y lleno de promesas! ¡Qué capítulos tan impregnados de sincera pasión! ¡Cómo, párrafo tras párrafo, había ido viendo al amor quedar victorioso de la castidad!... Quien leyese luego todo aquello, ¿sería capaz de apreciarlo?

El fantasma dorado de la gloria, el de fortuna deshechado empeño, ante mis ojos, por su brillo atónitos, plácidos otra vez aparecieron.

Toda la vida juntas; toda la vida unidas por la orfandad necesitada de defensa, por la alegría que colorea la pobreza, por el deseo de crearse una posición antes de que terminase su juventud, ¡y verla morir ante sus ojos, entre tormentos desgarradores, sin poder salvarla, sin encontrar el medio de hacer plácidos y dulces sus últimos instantes!...

No supe qué palabras emitir. ¡Ese joven caballerizo, ese bribón, hijo del respetable y anciano marino que pasaba las tardes de sus plácidos días sentado a la puerta de su casa de las Encrucijadas, era, en efecto, el esposo de la hija del millonario!

Cantara, en fin, tus brisas matinales tus crepúsculos plácidos y hermosos, tus magníficas noches tropicales...! ¡Cuál entonces mis versos sonorosos como el limpio cristal de una cascada fluyesen inspirados y armoniosos! Como entonces mi musa arrebatada, hasta donde tu cielo reverbera, desde allí como alondra enamorada,

El abad contempló desde su asiento en el estrado las dos hileras de monjes, cuyos rostros plácidos, rollizos y bronceados por el sol, con raras excepciones, y cuya expresión satisfecha, daban clara muestra de la vida tranquila y feliz que allí llevaban. Fray Diego fijó después su penetrante mirada en el joven religioso sentado frente á él y dijo: Sois el acusador, hermano Ambrosio.