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Pablillos habíale tomado ya el sombrero y los guantes y, al quitarle la capa, exclamó como espantado: ¿Hanle robado a vuesa merced la cadena? ¡Vive Dios! Fuese la soga tras el caldero, Pablillos. ¿La jugó también vuesa merced? Juguela. ¿Vuesa merced ha perdido entonces todo su caudal? Todo. ¡Ah, cuánta desgracia! ¿Y cómo habré de comprar las provisiones para mañana y los días venideros?

Pablillos le trajo el dinero de los genoveses, a quienes llevó los retratos con la primera lumbre del alba; pero después de referir los pormenores de la diligencia, le dijo: Debo comunicar también a vuesa merced, que, al cruzar la plazuela, topé con Pedro San Vicente, el segundón, quien parecía estarme esperando.

Escuchose luego una voz: ¡Señor! ¡Mi señor! Era Pablillos. Refirió que, un momento antes, un hombre enmascarado se había detenido frente a la casa de don Alonso, y que a tiempo que Medrano le mandaba con aquella noticia, apareció un nuevo enmascarado, el cual, acercándose al primero, le interpeló con dureza. Ya parecían irse a las manos, cuando acertó a pasar la ronda.

Una sonrisa de orgullo apuntó por debajo de su gesto implacable, como si confiara en que el espíritu inmortal de sus antepasados acababa, de presenciar aquel movimiento, que les iba dedicado como una ofrenda. Seguidamente, señalando la puerta, ordenó a los genoveses que se alejasen. Un instante después llegaba Pablillos con la humeante colación.

Eran Medrano y Pablillos, que habían presenciado desde allí toda la escena. Al caer a la calle, el escudero recibiole sobre su pecho, exclamando: Famosa estocada, ¡voto a Cristo! Huyamos, huyamos presto, no sea que vuelva la ronda. Ramiro ordenoles esta vez con imperio que fueran a esperarle al solar, y, dándoles la capa y el sombrero, enderezó resueltamente a la casa de Beatriz.

Al fin, delante de ellas y de todos, se llegó a y dijo: -V. Md. me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que supe su nombre, por bien diferente de lo que es; que no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar.

Catalogo de las obras auténticas que se conservan de Velázquez con expresión de donde se hallan y quién las posee Cuadros perdidos Bocetos, dibujos y grabados Bibliografía Velázquez, por él mismo. Los Borrachos Cristo atado a la columna Pablillos de Valladolid El Conde-Duque de Olivares Cristo crucificado Rendición de Breda Martínez Montañés Inocencio X Felipe IV La Venus del espejo

Cuando Pablillos volvió a presentarse sin ninguna noticia, su amo le manifestó que se iba a rezar a las cuevas de San Vicente, y encaminose, en efecto, a echarse a los pies de la Virgen de la Soterraña. Al acercarse a la basílica hundió la mano en la faltriquera y extrajo el rosario de quince misterios que le había ofrecido su primer preceptor Fray Antonio de Jesús.

Luego, después de haber quitado a su amo las calzas, balbuceó con cautelosa humildad: Vuesa merced recordará que los ginoveses, según me ha dicho, ofrecieron veinte ducados por los retratos de sus mayores. Ramiro estaba ya metido en el lecho, y, hurtando su rostro a la luz para dormirse, repuso como entre dientes: Dáselos, dáselos, Pablillos; pero que entiendan...

Ramiro se le fue aficionando por la cínica destreza con que vencía o esquivaba las mayores dificultades, y, al despedir ahora a toda la servidumbre, quiso conservar a Pablillos, que, con el escudero y Casilda, eran los últimos puntales de su decadencia. Oyose rumor de pasos en la galería. Alguien golpeó la puerta con los nudillos. Entrad dijo Ramiro. Y los genoveses se presentaron.