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Y mientras vuesa merced recibe a esos perros, yo pondré a guisar estos dones de nuestra redonda madre replicó Pablillos; y se retiró por la galería columpiando la canasta encima de su cabeza. Era hijo de una partera de Cádiz y de un famoso farsante zamorano; Ramiro le había tomado a su servicio en Salamanca.

En acabando persignose con la empuñadura, y haciendo correr a lo largo del acero indefinible mirada, envainolo otra vez en silencio. Todo quedó convenido. Ordenó a Medrano que fuese a rondar la casa de Beatriz. Quería saber lo que pasaba, instante por instante, por si era verdad lo del billete. El por su parte iría a esperar junto a la Puerta de San Vicente, y Pablillos haría de correo.

Pablillos sentía en su sangre hervor de vida, escozor de danza, cerril impulso de zapatear la tierra y lanzar a los vientos largos cantares agudos que rebotasen en los collados. La primavera prestaba a los trigales undoso brillo de sedas; ¡verde y plateada casulla sobre el buriel de los terruños!

La puerta abriose de pronto, y Pablillos, vestido de viejo traje color de badana, entró de un salto en la cuadra, sosteniendo en sus brazos un cesto de mimbre repleto de alubias, nabos, cebollas, longanizas y uñas de vaca; una codorniz dejaba colgar hacia afuera su cabecita muerta. ¿Cómo hubiste esas provisiones, muchacho? preguntole Ramiro con sequedad, sospechando alguna trapacería.

Madrazo halló más tarde que en los Archivos reales, había un cuadro inventariado como retrato de un bufón con golilla que se llamó Pablillos de Valladolid, cuyas medidas casi coincidían con las del Cómico; y creyó, siendo su opinión aceptada, que no era el tal representante, sino bufón u hombre de placer. Yo, con todo el respeto debido a tan insigne crítico, no acabo de persuadirme.

Pasó el mediodía sin que Ramiro recibiese aviso alguno. A eso de las cinco de la tarde, Pablillos vino a comunicarle que don Alonso acababa de salir de su casa en una silla cubierta, y que, según les había dicho un viejo lacayo, aquel señor, después de algún tiempo, pasaba la noche en el convento de Santo Tomás. La tarde moría.

Ramiro volvió el rostro y su asombro fue inmenso al ver cruzar la calle a su antiguo paje vestido con galas de soldado. Pablillos llegaba apenas de Flandes. En una escaramuza, cerca de Groninga, dos compañías de escopeteros españoles, sorprendidas por una carga del enemigo, volvieron la espalda para salvarse. Sólo Pablillos permaneció en su puesto sin hacer el menor ademán.

Guiado, señor, de las tres virtudes teologales del hambre, que son: ingenio, audacia y presteza respondió el pícaro, remedando la gravedad de los doctores. En ese momento, una débil aldabada en la puerta de la calle despertó los ecos del caserón. Son los genoveses exclamó Ramiro. Corre a abrilles, Pablillos. No puede ser otra gente la que llama a esta hora con tanta prudencia.

Cierto que no hay en libros ni papeles antiguos, hasta hoy descubiertos, mención de ningún cómico de tal nombre, pero también lo es que un copiante pudo llamar bufón a quien no lo fuese: para un escribiente palaciego poca diferencia habría entre un farsante y un bufón: además, todos los bufones que pintó Velázquez eran enanos ridículos, seres grotescos, y están vestidos de mamarracho o con lujo impropio a su condición; en tanto que Pablillos ni es deforme ni lleva ropas de mogiganga o superiores a su clase; sino que antes al contrario, es de gallarda presenscia, bien proporcionado de miembros y va vestido seriamente, como persona y no como hazme reír.

¿Y no dijo vuesa merced alguna oración al entrar a la tablajería o al arrimarse a la mesa? preguntole el paje, continuando la plática que traían desde el portal. Deja eso, Pablillos, que no es tiempo ahora de pensar en lo que hice o no hice.