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Perales, el imitador de Calvo, saludaba con modesto ademán algo sorprendido de que se le aplaudiese en escena que no era de empeño. ¡Mire usted el pueblo! dijo un concejal de la otra bolsa, volviéndose a Foja, el ex-alcalde liberal. ¿Qué tiene el pueblo? ¡Que es un majadero! Aplaude la gran felonía de arrancar la careta a un enmascarado....

Déjame ir en mi mulita y yo te lo pagaré si no quieres aguardar a que Dios te lo pague. El enmascarado siguió sin contestar, aunque dando más ronquidos. ¿No oyes que yo lo pagaré? Sobre los doce mil reales que y tu compañero os habéis repartido, yo puedo darte otros ocho mil si me dejas libre. ¿Y cómo? dijo entonces el enmascarado . ¿Dónde llevas escondidos esos ocho mil reales?

Vivía la anciana con el moro en una casita, que más bien parecía choza, situada en los terrenos que dominan la carretera por el Sur. Almudena iba mejorando de la asquerosa enfermedad de la piel; pero aún se veía su rostro enmascarado de costras repugnantes: no salía de casa, y la anciana iba todas las mañanitas a ganarse la vida pidiendo en San Andrés.

Lo peor era que la displicente señora echaba a Pez la culpa de la irreligiosidad de la prole. , él era un ateo enmascarado, un herejote, un racionalista, pues se contentaba con oír misa sólo los domingos, casi desde la puerta, charlando de política con D. Francisco Cucúrbitas.

Pues bien: podéis ahorcarme y descuartizarme ya, sin seguir moliéndome, porque mi mujer, ¡y vaya si la conozco!, antes que entregar los dineros entregará mi vida y la de todos sus parientes, aunque nos quiera y nos llore después a moco tendido. Oye: ¿has visto la tragedia de Guzmán el Bueno? El enmascarado no dijo que ni que no; se limitó a dar otro ronquido.

De vez en cuando, el rostro lívido de aquél aparecía en la ventanilla, y sus ojos negros y hundidos paseaban una mirada angustiosa y feroz por la multitud; pero inmediatamente se dejaba caer hacia atrás, escuchando el incesante discurso del sacerdote. El cochero, enmascarado como un lúgubre fantasma, animaba al caballo con su látigo, conduciéndolo hacia el suplicio.

Valiéndoos de ese tintero de cuerno que traíais preparado me habéis hecho escribir a mi mujer para que entregue dos mil duros si no quiere que me ahorquen. Y te ahorcaremos y te descuartizaremos como no los entregues dijo el enmascarado con voz disimulada y extraña.

El enmascarado guardaba silencio y estaba sentado en una silla, apoyados los codos en una vieja y mugrienta mesa de pino. En otra silla estaba enfrente otra persona, en quien reconoció al punto don Paco a don Ramón, el tendero murciano de su lugar, el hombre más rico después de don Andrés y el más desaforado hablador que por entonces existía en nuestro planeta.

El enmascarado persistió en su silencio, y a lo del garrote sólo respondió con un ronquido, especie de interjección que en aquella tierra se usa. Don Ramón continuó: No acierto a explicarme por dónde llegasteis a averiguar que acababa yo de vender mi mejor vino a los jerezanos y que llevaba doce mil reales en el bolsillo. Pero, en fin, ya tenéis los doce mil reales. ¿Por qué no os contentáis?

El estrabismo daba chocarrera gracia a su rostro, y con el bonete terciado, como solía llevarlo, parecía un diablillo enmascarado de clérigo.