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Entonces comenzó entre la espiritual Ofelia y la Diana cazadora una contienda digna de tener a Pedro López por cronista.

No es mi musa la sílfide aturdida que corre tras azules mariposas, ni tampoco es Ofelia dolorida que pasa desbordando tuberosas. Es Astarté mi musa preferida, la que inspira pasiones clamorosas. Es voluptuosa y es gentil panida la diosa de mis vidas primorosas. Es mónada que ríe, canta y llora con locura de pájaro divino, de ritmos y de vida sembradora.

Ofelia, Desdémona, Julieta, Miranda, Beatriz, Hero, Lady Macbeth, Otelo, Hamlet, Shylock, Falstaff, Yago y tantos otros, viven en la mente de los hombres con mayor firmeza y consistencia, que los más ilustres y claros varones que fueron en realidad: que todos los gloriosos sabios, héroes, políticos y capitanes que vivían en el mundo, mientras que estos personajes fantásticos iban saliendo del cerebro de Shakspeare, provistos ya del elixir de perpetua juventud y vida, desde el año de 1589 al de 1614.

Fernandito no leyó más: con la boca y los ojos muy abiertos quedóse largo tiempo suspenso, hasta que, levantándose de repente y entrando en su cuarto de vestir, cogió un bastón con puño de plata, una delgada caña de bambú nudosa y flexible que cortaba el aire con silbidos de culebra al esgrimirla con gran furia Villamelón, dirigiéndose presuroso y descompuesto a las habitaciones de la espiritual Currita, de la vaporosa Ofelia, de la sentimental María Stuard, a quien amenazaba, sin duda, en vez del poético lago o del dramático tajo, un trancazo soberano, una paliza descomunal.

Parecía muy natural que la llamasen a ella Ofelia, María Stuard y Ángel de la guillotina; reíase allá en sus adentros de ver transformado a su marido en león enfermo y pundonoroso caballero, y dejábalo correr todo junto, porque sabía muy bien que nadie sube hoy al templo de la fama sin alas hechas de recortes de periódicos.

Era una pequeña figura de cuatro pies de alto que representaba a Ofelia coronada de flores. Había tanto desembarazo en la postura, tal delicadeza en las facciones, tanta inocencia en la expresión, que jamás había visto una interpretación más viva de la inmortal heroína de Shakespeare. Quedó pensativo y preocupado.

descargó en la cabeza del perro el trancazo descomunal que reservaba, sin duda, para la poética Ofelia... Luego, como el borracho que, engolosinado con la primera copa, no para ya hasta apurar la botella, comenzó a menudear sobre los lomos del animal una granizada de golpes, una lluvia de palos, como jamás se registró igual en los anales perrunos de la helada península Kamschatka.

Era la una, en efecto, rubia y pálida con largos bucles a la inglesa, ojos de cielo y cuello de cisne; un tipo, en fin, que traía a la memoria a aquellas delicadas y vaporosas vírgenes osiánicas prestas a deslizarse sobre las nieblas que coronan las cimas de las áridas montañas escocesas o a esfumarse entre las brumas que invaden las llanuras británicas; una de esas visiones que tienen a un tiempo naturaleza de mujer y de hada, sólo vislumbradas por el genio de Shakspeare, que logró transportarlas del mundo de la fantasía al de la realidad; portentosas creaciones que nadie había alcanzado adivinar antes que él, que nadie ha repetido después, y a las que él puso los dulces nombres de Cordelia, Ofelia o Miranda.

»Hasta siento a veces tentaciones de ir a hacerme matar en África, ante el temor de que me falte la fuerza de ánimo suficiente para darme la muerte por mismo. »No si tengo cabal el juicio. Perdone usted, Antonieta, estas incoherencias y con ellas mi silencio y el mal efecto que haya podido causarle. Tenga usted en cuenta mis sufrimientos. »¿Recuerda usted el consejo que da Hamlet a Ofelia?