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Era como el perfume de una florecilla enfermiza que languidece al soplo del invierno, pero que se abriría al sol si la brisa del mediodía viniese a barrer las nubes. La cruel arlesiana encontraba demasiada firmeza en aquella mano, demasiada vida en aquel espíritu y unos latidos inquietantes en aquel corazón. Mas no era esto todo; sintió que se apoderaba de ella una sospecha desgarradora.

Lo mismo que yo con un marido, murmuré con unos latidos del corazón que no me dejaban respirar. «Ahora bien, señora, no creo que se puede amar a una joven que en la primera entrevista aparece desempeñando un papel convenido de antemano.

Y esta grandeza de hotel monstruo, de caravanserrallo, de pueblo flotante, infundía a todos los pasajeros un sentimiento de seguridad, como si estuviesen en tierra firme. ¿Quién podría destruir los gruesos muros de acero, las ventanas sólidas, los muebles pesados, las maquinarias de arrolladores latidos?

Entró el padre Aliaga en una extensa y magnífica cámara, en la misma en que presentamos al principio de este libro á la duquesa de Gandía. Llevaba el confesor del rey la cabeza inclinada, las manos cruzadas y el corazón de tal modo agitado, que quien hubiera estado cerca de él hubiera podido escuchar sus latidos.

¡Cómo duerme! ¡Chist!... ¡Silencio! no se despierte mi niño. ¡Qué hermoso está! Se sonríe con un gesto tan tranquilo... Revueltos sobre la frente de su cabello los rizos, descubierta la garganta, cuyo cútis cristalino dibujan de azul las venas y hacen mover los latidos, su blanca manita oculta por el redondo carrillo... todo en él es inocencia, parece un ángel bendito.

Lucía posó suavemente la mano sobre el pecho de Doña Blanca. Entonces notó con pena que los latidos de su corazón habían perdido el ritmo natural: eran desordenados y anormales; pero no dijo nada por no asustar á la paciente y á su hija. El cuidado que requería Doña Blanca no consintió que prosiguiese el diálogo entre Clara y Lucía.

El pobre Juan al lado de ella se mostraba como avergonzado. Huía de su presencia, no atreviéndose a mirarla. Si sus manos se rozaban, al levantar juntos las almohadas del señor Aubry, él palidecía de angustia, y, en el silencio de la alcoba, María Teresa sentía los latidos precipitados de aquel corazón sobre el cual, una noche, se había apoyado cariñosamente.

Mi honor no padecerá... pero los escrúpulos me volverían a la locura, a las aprensiones horrorosas...». Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados. La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguía minando el terreno, y a los pocos latidos de la conciencia contestaba con sofismas.

comienza con una especie de grito de alegría. El la mira sonriendo, y Gertrudis, sonrojada, vuelve la cabeza. Sus voces se animan con vida extraordinaria; parece que los latidos de sus corazones acompañan sus acentos. Esas voces crecen y se elevan llevadas por la ola de su sangre, y después vuelven a apagarse, como si un dolor íntimo y profundo secara en ellos la fuente de la vida.

Este mudo apretón, este contacto invisible, valía más que todas las palabras. Caminaban lentamente, sin mirarse, como si toda su atención y el calor de su vida estuviesen concentrados en los brazos, que se apretaban con estremecedor contacto, confundiendo los latidos de sus venas.