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Vistióse de negro, envolvióse en una capa parda, cubrióse con un ancho sombrero, y se fué en derechura con su carta cerrada á casa de la duquesa de Gandía, ó más bien á la calle donde la casa estaba situada.

Púsele al cabo de dos años en libertad, y anoche se me presentó trayéndome una carta de la duquesa de Gandía, que le había entregado doña Catalina, que estaba de servicio en el cuarto de la reina.

Voy á decirte los nombres: La condesa de Lemos, tu hija, te ha obligado sin duda á que prendas á Quevedo, y la duquesa de Gandía, la buena, la inocente doña Juana de Velasco, ha sido, sin duda, quien te ha exigido la promesa formal de no meterte en prenderle.

¡Ir !... ¡la reina!... dijo Felipe III, que no olvidaba nunca la ceremoniosa etiqueta de la casa de Austria. Iré... por las comunicaciones interiores... nadie me verá... enviaré delante á la duquesa de Gandía, para que doña Clara, cuando llegue yo, esté sola. Y adiós, adiós; es necesario no olvidarnos de que para el que sufre, cada momento es un siglo. Te amo. Adiós. Y la reina escapó.

Hace frío, , por cierto, mucho frío. Tenemos que hablar largamente. Mientras que la duquesa de Gandía cierra las puertas, toda admirada y toda cuidadosa, examinemos al rey, que se había sentado junto al brasero y removía el fuego aspirando su calor con un placer marcado.

Debéis, pues, perdonarle; señora, perdón merece quien confiesa su error, y perdonar también á la buena duquesa de Gandía, que es una pobre mujer, cuyo único delito es ser excesivamente afecta al duque... me lisonjeo en creer que empezamos una nueva era... enviaremos un respetable ejército á Flandes contra la Liga, arreglaremos nuestros negocios con Inglaterra, y nos haremos respetar.

Entonces Jerónimo quiso conocer á la duquesa, y la conoció. Vió que los cabellos de la duquesa eran rubios, del mismo color que el rizo que estaba encerrado en el medallón. Después preguntó quién era ó había sido el joyero del duque de Gandía. Dijéronselo, y le buscó, y en secreto le preguntó, presentándole un brazalete, si lo había él fabricado.

Quevedo se levantó lentamente, y sin desembozarse, sin descubrirse, sacó de debajo de su ferreruelo una mano y en ella la carta de la duquesa de Gandía; cuando la hubo tomado Lerma, Quevedo se volvió hacia una puerta que el duque había dejado franca. Paréceme que huís, caballero dijo el duque. Quevedo se detuvo, pero permaneció de espaldas.

Una vez tomada esta resolución por la duquesa, su mano corrió con más rapidez sobre el papel: llenó las cuatro caras de la carta, que era de gran tamaño, con una letra gorda y desigual, en renglones corcovados; cerró la carta, la selló y puso sobre su nema: «A su excelencia el señor duque de Lerma, de la duquesa viuda de Gandía. En mano propia

El duque, que al abrir se había cubierto con la puerta, cerró murmurando: ¡Que no olvidará la causa por que ha venido! ¡y quien le ha dado la carta de la duquesa de Gandía ha sido mi hija! ¡ese hombre! ¿A dónde tenderá el vuelo don Francisco? Detúvose de repente el duque; había sonado en la calleja ruido de espadas que duró un momento. ¿Qué será? dijo Lerma ; donde va Quevedo van las aventuras.