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Y murmurando así la tía Simona, deja las almadreñas á la puerta del estragal; cuelga la saya de bayeta con que se cubría los hombros del mango de un arado que asoma por una viga del piso del desván; entra en la cocina, siempre seguida del chico, con la cesta que traía tapada con la saya; déjala junto al hogar; añade á la lumbre algunos escajos; enciende el candil, y va sacando de la cesta morcilla y media de manteca, un puchero con miel de abejas y dos cuartos de canela; todo lo cual coloca sobre el poyo y al alcance de su mano para dar principio á la preparación de la cena de Navidad, operación en que la ayuda bien pronto su hija que entra con dos escalas de agua y protestando que «no ha hablao con alma nacía, y que lo jura por aquellas que son cruces..., y que mal rayo la parta si junta boca con mentira».

El cortejo entró en el cementerio, pero no por la puerta principal, sino por una especie de brecha abierta en la tapia del corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajos en que se enterraba a los que morían fuera de la Iglesia católica. Eran muy pocos. El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatro entierros así.

Aquella vida era sobrado activa para la cabeza del señorito, sobrado entumecida y sedentaria para su cuerpo; la sangre se le requemaba por falta de esparcimiento y ejercicio, la piel le pedía con mucha necesidad baños de aire y sol, duchas de lluvia, friegas de espinos y escajos, ¡plena inmersión en la atmósfera montés!

Allí detrás quedaba el mísero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que habían sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el esqueleto de un rocín, entre ortigas, escajos y lodo.... Por aquella brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil.... A toda profanación estaba abierto.... Y allí estaba don Santos... el buen Barinaga que había vendido patenas y viriles... y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el café restaurant de la Paz, había comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobre comerciante!...».

Por eso no pudo menos de dirigir un duro apóstrofe á la tierra que pisaba, viéndola poblada de ásperos escajos, y cuya aparente esterilidad alejaba de ella á sus hijos para buscar en país remoto lo que la madre patria no podía darles. ¡Cargo injusto, por cierto, y que, perpetuamente en boca de tantos ignorantes, sostiene en esta provincia la plaga de emigración que la despuebla!...

A lo mejor, grandes doseles de granito con lambrequines de zarzas y escaramujos raspándome la cabeza, mientras que por el lado derecho me punzaban las espinas de los escajos, y el más ligero resbalón de mi cabalgadura podía lanzarme a las simas de la izquierda.

Y volví los ojos al sendero de la montaña, y le vi trepar entre los pedruscos y los escajos bravíos de una sierra calva; y distinguí detrás de ella, la loma de otra sierra más alta, y por encima de ésta, otra y sobre su cumbre la de un monte que las asombraba a todas; y así sucesivamente, hasta perderse las últimas desvanecidas en un ambiente brumoso y tétrico que no me dejaba percibir con claridad los dos peldaños de aquella escalera disforme, entre los cuales se escondía la sepultura en que, por un mal entendido sentimiento filantrópico, había resuelto yo enterrarme vivo.