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¡Miserables! decía con voz patética, de bajo profundo ¡miserables!... ¡Ministro de Dios!... ¡ministro de un cuerno!... El ministro soy yo, yo, Santos Barinaga, honrado comerciante... que no hago la forzosa a nadie... que no robo el pan a nadie... que no obligo a los curas de toda la diócesis... eso, eso, a comprar en mi tienda cálices, patenas, vinajeras, casullas, lámparas (iba contando por los dedos, que encontraba con dificultad), y demás, con otros artículos... como aras; señor ¡que nos oigan los sordos, señor Magistral! usted ha hecho renovar las aras de todas las iglesias del obispado... y yo que lo supe... adquirí una gran partida de ellas..., porque creí que era usted... una persona decente... un cristiano.... ¡Buen cristiano te Dios! ¡Jesús... que era un gran liberal, como el señor Foja... eso es... un republicano... no vendía aras... y arrojaba a los mercaderes del templo!... Total, que estoy empeñado, embargado, desvalijado... y usted ha vendido cientos de aras al precio que ha querido... ¡se sabe todo, todo, señor apaga-luces... don Simón el Mago.... Torquemada.... Calomarde!... ¿Ven ustedes este santurrón? pues hasta vende hostias... y cera... ha arruinado también al cerero.... Y papel pintado...

Allí detrás quedaba el mísero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que habían sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el esqueleto de un rocín, entre ortigas, escajos y lodo.... Por aquella brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil.... A toda profanación estaba abierto.... Y allí estaba don Santos... el buen Barinaga que había vendido patenas y viriles... y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el café restaurant de la Paz, había comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobre comerciante!...».

Vea añadió, todo está aquí, a excepción de la parte que sacó el señor Blair, y abriendo uno de los macizos cofres, sostuvo en alto la linterna y desplegó ante mis ojos una colección tan variada de cálices, patenas y custodias de oro, vestiduras recubiertas de joyas y pedrería y magníficas alhajas, como nunca antes había visto igual.

Á los cuales bultos Inca Yupanqui mandó, cuando ansí los mandó poner en los escaños, que les fuesen puestas en las cabezas unas diademas de plumas muy galanas, de las cuales colgaban unas orejeras de oro; y esto ansí hecho, mandó que les pusiesen ansímismo en las frentes, á cada uno destos bultos, unas patenas de oro, é que siempre estuviesen dos mamaconas mujeres con unas plumas coloradas largas en las manos é atadas unas varas, con las cuales oxeasen las moscas que ansí [en] los bultos se sentasen; el servicio de los cuales é que ansí se hiciese á estos bultos, fuese muy limpio; é que las mamaconas é yanaconas, cada é cuando que delante destos bultos pareciesen á les servir y reverenciar, é otros cualesquier que fuesen, viniesen muy limpios é bien vestidos, é con toda limpieza é reverencia é acatamiento estuviesen delante destos tales bultos.

El pobre don Santos Barinaga, víctima del monopolio escandaloso de la Cruz Roja, muere de hambre en los desiertos almacenes donde un tiempo brillaban los vasos sagrados, patenas y copones, lámparas y candeleros con otros cien objetos del culto; muere en aquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa del simoniaco que todos conocemos: muere, , morirá; pero el que se burla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes de la Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote; el que mata de hambre al pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no se gozará en su obra mucho tiempo, porque la indignación pública sube, sube, como la marea... y acabará por tragarse al tirano!...

¡Y ya me las pagará! Pero usted, le aborrece por aquello de «¿quién es tu enemigo? El de tu oficio». Usted vende objetos del culto: cálices, patenas, vinajeras, lámparas, sagrarios, casullas, cera y hasta hostias.... , señor; y a mucha honra señor Arcipreste. Hombre, eso ya lo ; pero usted, vende eso y.... ¡Hola! ¡hola! interrumpió Foja . ¡Preciosa confesión! ¡Dato precioso!

Guimarán veía con gran satisfacción los progresos de la impiedad en aquel espíritu lleno de pasión; no había llegado don Santos al ateísmo, «pero este era un grado de perfección filosófica que tal vez le venía muy ancho al antiguo comerciante de cálices y patenas». Don Pompeyo se contentaba con arrancarle las raíces y retoños de toda religión positiva.

La Carducha ordenó de hacer quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía; y así, con la industria, sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata, con otros brincos suyos, y apenas habían salido del mesón, cuando dió voces, diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas; a cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo.