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Lope de Vega dijo: «Fuera agravio que se hace a nuestra nación, que de las demás sería tenida por bárbara, no estimando por arte el que lo es con tanta veneración de toda EuropaDon Juan de Jauregui opinó que «el valerse de las manos es accidente que no ofende el ingenio e ingenuidad suma desta ciencia, sino que habiendo de lograr sus efectos a ojos de todos se sirve de los colores y manos como el orador y filósofo de la tinta y pluma». El maestro Joseph de Valdivieso habló de lo que honraron a Juan Bellino la señoría de Venecia, a Durero el Emperador Maximiliano, a Andrea Mantegna el Marqués de Mántua, y a Rafael el Papa León X; y Don Antonio de León, relator del Supremo Consejo de Indias, después de considerar la cuestión como letrado, escribió en el estilo propio de la época que «cuando la industria humana, haciendo vislumbres de divina, y con un hechizo de los ojos, en fantásticas formas, satisfaciendo al más noble de los sentidos, hurta los pinceles a la naturaleza, y hace parecer con alma lo que aún no tiene cuerpo, ¿qué ley, qué razón le puede negar el más singular privilegio o la menos comedida exención?

Hay allí caras de reinas, de monjas, de doctores, de ascetas, de guerreros, de prelados, etc., todas ellas dibujadas con tal energía, gracia de estilo y nobleza de expresión, que Alberto Durero se honraría con llamarlas suyas.

La Biblioteca central, una de los mayores de Europa, es rica sobre todo en manuscritos: los hay del octavo y noveno siglos. La coleccion numismática es preciosísima y numerosa: monedas griegas y romanas de la mas alta antigüedad. Un libro magnífico que posee la citada biblioteca está enriquecido con grabados originales de Durero.

La figura parecía dibujada por Alberto Durero, tenía el color del Veronés, la elegancia de Boticelli, era tan decorativa como si la hubiese dispuesto Tiépolo, y tan real como si en ella hubiese puesto mano Diego Velázquez. El deán creyó volverse loco de contento. «¡Qué artista, qué prodigio! pensaba. ¡Y qué ojo he tenido yo, porque sin nada de esto tendría la catedral

Era la canción que el poeta menestral, el amigo de Alberto Durero, escribió en honor de Lutero al iniciarse la gran revolución: y la artista, puesta de pie en la popa, saludando con su sonrisa al ruiseñor, comenzó a cantar: Sorgiam, che spunta il dolce albor, Cantar ascolto in mezzo ai fior Voluttuoso un usignuol Spiegando a noi l'amante vol!...

Hablando de la sala donde este retrato estaba antes colocado en nuestro Museo, dice Lefort. «Allí hay retratos de los más grandes maestros, ¡y qué retratos! El Conde de Bristol, de Van-Dick, el Thomas Morus, de Rubens; otros de Antonio Moro, de Holbein, de Durero, y precisamente a su lado uno admirable de hombre por el Tintoretto.

Un lienzo de San Francisco de Borja de una vara poco más de alto y una de ancho. Una tabla de á vara, del nacimiento de nro. Señor Jesucristo, que dicen fué del señor Filiberto hijo del Duque de Saboya de mano de Alberto Durero. Un retrato del capitán Pedro Navarro de media vara, maltratado. Un retrato de medio cuerpo con gorrilla y una cadena al cuello.

Según Palomino estudió anatomía en Durero y Vesalio, expresión en Juan Bautista Porta, perspectiva en Daniel Barbaro, aritmética en el bachiller Juan Pérez de Moya, geometría en Euclides, rudimentos de arquitectura que aprendían todos los pintores de su tiempo, en Vitrubio y Viñola, y finalmente elegancia, poesía y buen gusto, en la culta sociedad de aquellos ilustres varones que frecuentaban la casa de su suegro.

Febrer se encontraba con ellas frecuentemente: en la Pinacoteca, frente a los Evangelistas de Durero; en la Glicoteca, contemplando los mármoles de Egina; en el teatro rococó de la Residencia, donde cantaban las obras de Mozart, sala de otro siglo, con una decoración de porcelana y guirnaldas que parecía imponer a los espectadores el uso del tacón de púrpura y la peluca blanca.