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Nacido en una provincia del interior, con la tez algo cobriza, las cejas en ángulo y el pelo duro y espeso, «el amigo Gómez», como le llamaba Isidro con su fraternal exuberancia, mostraba un entusiasmo reconcentrado al hablar de armas y peleas.

Era blanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras del campo. Tenía en sus facciones una delicadeza de monja aristocrática y bien cuidada, una pálida suavidad, animada por el reflejo luminoso de la dentadura y el tímido brillo de sus ojos bajo el pañuelo semejante a una toca monástica.

Y como sospechase cierto conato de gesto burlón en la faz cobriza y los ojos estrechos de Gómez, añadió: No se necesita más para matar a un hombre. Todos los que yo he visto morir tuvieron bastante con una bala. No lo olvide usted, joven. El joven se calló, arrepentido de su audacia, sintiendo respeto por aquel hombre extraordinario que había presenciado tantos combates y muertes.

Lloraba al recordar la Virgen de su tierra, pero cuando los compatriotas le incitaban a seguirles, sus lágrimas eran de desesperación. «¡Ay, no! ¿Y la familia?...» Y presentaba a la respetable compañera cobriza, con ojos de diablo y mejillas cubiertas de chafarrinones, y tras ella, la nidada de mesticillos, ágiles como gamos, con panzas ávidas de sepultar todo lo viviente.

Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro. A nada concedía respeto.

Esta vida de alucinación dolorosa había empezado para él cierta noche en que se dirigía á su casa completamente ebrio. Una mujer le salió al paso: una mujer enjuta de carnes, con la tez algo cobriza y unos ojos grandes, negros, ardientes.

Iba a salir el enemigo: ¡atención!... Empuñó la escopeta para hacer fuego apenas se mostrase el extremo del arma enemiga; pero quedó inmóvil y confuso al ver que era una falda negra rematada por unos pies desnudos dentro de viejas alpargatas, y sobre esto un busto mísero, encorvado y huesudo, una cabeza cobriza y arrugada, con sólo un ojo, y ralos cabellos grises que dejaban brillar entre sus mechas el barniz de la calvicie.

Con ellos entraban los tripulantes de los rosarios de carretas sorprendidos por el malón en su marcha lenta, chirriante, que duraba semanas y semanas. Unas veces pasaba de largo la tromba cobriza, atraída por el ganado de lejanas estancias; otras ponía sitio al almacén, codiciando más que el dinero los barriles de caña.

Angustias se arrojó a los pies de don Guillén. Se abrazaba con ellos, escorzando, el cuello dúctil y albo; se los regaba de lágrimas; se los enjutaba con la cabellera copiosa y cobriza. Y se reprodujo la imagen emotiva que con línea ingenua y tintas translúcidas bosquejaron los santos melodas del Breviario.

Y el amontonamiento de estos infelices exhalaba un olor agrio, de sudor de hambriento, de ropa adherida al cuerpo durante meses, de alientos fétidos: toda la respiración apestante de la miseria. Las mujeres aun ofrecían un aspecto más doloroso. Unas eran gitanas, viejas y horribles como brujas, con la piel tostada y cobriza que parecía haber pasado por el fuego de todos los aquelarres.