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Pero Juan Maury era más egoísta de lo que yo había imaginado. Era además tan gurrumino que tenía más miedo de su mujer que de una espada desnuda; y Lady Maury era quizás la más severa, la más entonada, la más en sus puntos y la más enemiga de lo escandaloso e incorrecto de cuantas Ladies vestían y calzaban a la sazón en todo el Reino Unido de la Gran Bretaña.

Las dos hijas mayores del anabaptista una de ellas alta, delgada y pálida, de pies anchos y bajos, que calzaban zapatos redondos, de cabellos rojos, recogidos en una cofia de tafetán negro y vistiendo un traje azul que le caía en largos pliegues hasta los talones; la otra, gruesa, mofletuda, que andaba como los patos, levantando los pies con gran lentitud y balanceándose de un lado a otro , aquellas dos jóvenes formaban con Luisa el más extraño contraste.

Vestian todos calzon angosto y chupa de paño burdo, color de castaña ó pardo, sombreros de paja, pintados de negro, de alas angostas y copas monumentales á estilo de cubiletes; y calzaban gruesos botines claveteados ó zuecos de madera bien trabajados.

La partida iba en dos grupos; en el primero marchaba Martín y en el segundo Bautista. Ninguno de la partida tenía mal aspecto ni aire patibulario. La mayoría parecían campesinos del país; casi todos llevaban traje negro, boina azul pequeña y algunos, en vez de botas, calzaban abarcas con pieles de carnero, que les envolvían las piernas.

Calzaban alpargatas, cubríanse la cabeza con boinas, pero encima de ellas, como si fuesen las enseñas del oficio, llevaban con solemnidad, uno de ellos un sombrero de copa, y el otro una teja de cura de un negro verdoso.

Los pies parecían los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de Obispo; y el zapato era de esmerada labor y piel muy fina y lucía hebilla de plata, sencilla pero elegante, que decía muy bien sobre el color de la media.

Sus pies calzaban medias de seda, ceñía su talle corsé de raso, era pródiga en perfumar el baño, cuidábase con ahínco las manos y, aunque hiciese ostentación de vestir humildemente, la ropa blanca que gastaba era un primor en adornos, lienzos y hechuras: bajo vestidos lisos y de lana, solía ocultar enaguas guarnecidas de costosos encajes.

A los pies del lecho, indolentemente envuelta en una especie de bata de color de rosa con encajes, mal cogidas las anchas trenzas negras, extendidos los pies, que calzaban unos chapines de tafilete blanco, apoyado un brazo en otro brazo del sillón, y sobre la mano uno de esos semblantes en que no se sabe qué admirar más, si la fuerza de la juventud, la fuerza de la hermosura ó la fuerza de la expresión, había una mujer como de veinticuatro años, sonriente, alegre, escuchando con delicia á Quevedo, que leía uno de los mejores capítulos del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Calzaban botas indescifrables, pues no se podía decir a ciencia cierta dónde acababa la piel y empezaba el cordobán. Estaban galoneados de lodo desde la cabeza a los pies. Si la basura fuera una condecoración, los nombres de aquellos caballeritos se cogerían toda la Guía de forasteros.

Calzaban alpargatas deshilachadas, o iban con los pies desnudos sobre los fríos baldosines. Vestían ropas remendadas y mugrientas. Algunos no tenían otro traje que la camisa y un pantalón de hombre sostenido por un tirante que les cruzaba el pecho. Llevaban rapadas las cabezas, mostrando muchos de ellos la extraña configuración de sus huesos craneanos.