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A los pies del lecho, indolentemente envuelta en una especie de bata de color de rosa con encajes, mal cogidas las anchas trenzas negras, extendidos los pies, que calzaban unos chapines de tafilete blanco, apoyado un brazo en otro brazo del sillón, y sobre la mano uno de esos semblantes en que no se sabe qué admirar más, si la fuerza de la juventud, la fuerza de la hermosura ó la fuerza de la expresión, había una mujer como de veinticuatro años, sonriente, alegre, escuchando con delicia á Quevedo, que leía uno de los mejores capítulos del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Angué es alta, fuerte, de abultadas y exuberantes formas; ha dejado de jugar con las sampaguitas, y apoya indolentemente su cuerpo en las conchas. Todo su sér respira dulzura y melancolía. Sus ojos, ligeramente entornados, están fijos, están en uno de esos momentos en que no ven; tiene la falta de vida que constituye en la inteligencia esas profundas abstracciones en que nada pensamos.

Orsi tiene un monóculo. Este monóculo ha sido el origen de su amistad con Azorín. Un hombre que gasta monóculo es, desde luego, digno de la consideración más profunda. Esta tarde Orsi recorría indolentemente las calles. De rato en rato Orsi se ponía su monóculo y se dignaba mirar a estos pobres hombres que viven en un pueblo.

En estos días es, sin embargo, cuando, colocado detrás de mi lente, que es entonces para el vidrio de la linterna mágica, veo pasar el mundo todo delante de mis ojos; e imparcial, ajeno de consideración que a él me ligue, véole tal cual se presenta en cada fisonomía, en cada acción que observo indolentemente. ¿Qué hace don Julián en ese café?

Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo morado, y guiñando las caritas barbadas, parecían decir a la chica: Borda, Bordeta... nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!

Oyendo esto D. Pedro, que indolentemente se apoyaba en el respaldo del sillón, irguiose, atusó los largos bigotes y gravemente habló de esta manera: Señora, señorita y caballeros: puesto que este joven apela a mi lealtad, probada en cien ocasiones, declaro que no una, sino muchísimas veces he oído elogiar su buen comportamiento, su caballerosidad, su valor como militar, con otras distinguidas prendas de paisano que le han creado abundante número de amigos en el ejército y fuera de él.

Después de este paso, y cuando el campo se ha despejado, sube el novio la escalera de la casa, entrando con el Iman en la habitación donde se encuentra la señora de sus pensamientos muelle é indolentemente tendida en un cogín; preséntale él sus respetos; su acompañante, haciéndola levantar, la coge por la cabeza dándola dos vueltas á la derecha, y, finalmente, asiendo la mano del novio, la coloca sobre la frente de la novia, la que inmediatamente se cubre el rostro en señal de rubor.

Y quitándose los zapatos, se acercó silenciosamente al tapiz y se puso en acecho. Don Juan se asombró al ver el lugar donde le esperaba Dorotea. Porque aquel salón, dispuesto como se encontraba, era completamente bello y fuertemente voluptuoso. Dorotea estaba indolentemente reclinada en un sillón junto á la copa, en la que arrojaba de tiempo en tiempo algunos granos de perfume.

Sentados indolentemente sobre los largos divanes de aquella casa indulgente, artistas llenas de belleza y de gracia, y hombres temibles llenos de voluntad, hablaban de política ó charlaban de amor: allí se conocieron el actor Volange y el duque de Orleans; allí nació la amistad de Bonaparte, desconocido aún, y de Talma; por allí pasaron también las cabezas poderosas que poco después, y una tras otra, habían de acrecentar la fama siniestra de Guillotín: Camilo Desmoulins, San Jorge, Barrás, Dantón, Marat, Robespierre...

Yo levantaba indolentemente la cabeza, y contemplaba sonriendo al buen cura que continuaba con ardor en sus pesquisas. Luego volvía a mis quimeras y concluía por quedar sumida en una vaga somnolencia. Me despertaron el rechinar de la barrera que cerraba el cerco del jardín y el sonido de una voz llena de alegría que me causó el más recio sacudimiento que sentí en mi vida.