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De sus padres sólo pude sacar en limpio, en las diferentes veces que le pedí noticias sobre ellos, que habían sido el entronque de la casa «única» de los Ruiz de Bejos, de Tablanca, con la de los Gómez de Pomar, la más ilustre de las de Promisiones.

Dejaba a mi hermana una finca de dos que poseía en la provincia de León; y del remanente de su caudal, después de hechas éstas y otras menos importantes deducciones, me nombraba a heredero, por ser el único varón de la línea directa de los Ruiz de Bejos.

Por eso no se conocen aquí ciertas plagas, relativamente modernas, de los pueblos campestres, ni han entrado jamás los merodeadores políticos a explotar la ignorancia y la buena fe de estos pobres hombres... Pero ¡desdichados de ellos el día en que les falte la fuerza de cohesión, hidalga y noble, que les da la casona de los Ruiz de Bejos!... Todo esto, como puede presumirse, da bastante que hacer a cada rueda inteligente de cuantas componen la máquina cuyo eje fundamental es hoy en este lugar el bien ganado prestigio de don Celso.

En casa de Marmitón ponían en las nubes el milagro, y sólo en boca de Lituca eran comedidas las alabanzas y se refrenaban los plácemes, aunque bien los voceaban los ojos, como si la fuerza de una ley oculta impusiera aquella limitación a los impulsos de su alma; por el pueblo «se corrían» ya las noticias más estupendas a propósito de esta resurrección mía, y me colgaban, con lo cierto, planes y calendarios que jamás me habían cruzado por las mientes; teníanme, no ya por el continuador, sino por el reformador omnipotente de la obra tradicional de los Ruiz de Bejos, por un don Celso refundido y hasta mejorado, no solamente «en estampa y ropajes», sino también «en posibles y en magín»; por la noche iban a la casona los tertulianos con las ideas empapadas en estas fantasías, y me veía negro para rebajar muchas partidas de la cuenta galana y poner las cosas en su punto... En fin, que dentro de y en derredor mío era plácido y risueño todo lo que poco antes había sido triste y aflictivo y tenebroso.

Y no acometí enseguida las reformas que había ido proyectando en el viejo caserón de los Ruiz de Bejos, porque éstas eran palabras mayores, como decía el Cura, y me faltaban los elementos necesarios para acometerlas.

Súpose todo ello muy pronto, y lo de las deudas perdonadas por el testador... y todo lo principal del testamento, porque esas cosas siempre se saben, por un poco que se cuenta y se declara, y otro tanto que se colige o se trasluce; elevóse por la candidez aldeana hasta las nubes el caudal en fincas y sonante heredado por ; y con eso y la idea que se tenía de mis riquezas particulares, creyéronme un portento de gran señor, tan pudiente como un rey; lo que no contribuyó poco, en mi concepto, a afirmar y engrandecer aquel respeto que ya me habían consagrado como a mero sobrino de mi tío y continuador de la dinastía y de la obra de los Ruiz de Bejos en la casona de Tablanca.

Y cuando le dije terminantemente lo que pensaba decirle, se incorporó con la agilidad de un muchacho, me miró con unos ojos en que se pintaba la exaltación de su espíritu resucitado, y exclamó: ¡, Marcelo!... Nada menos que ... ¡el hijo de mi hermano Juan Antonio!... ¡Un Ruiz de Bejos de pura casta, sano y garrido como un trinquete!... Pero ¿lo has pensado... lo has medido bien, hijo mío? ¿No hay en tu arranque algo... vamos, algo de caridá que te ciegue? ¿Sabes bien todo lo que pesa esa carga en un hombre de tu ropaje? ¿Será posible que Dios misericordioso lo haya sido conmigo también en esto que le he pedido tan de veras?

Comprendiendo rápidamente lo que intentaba decirle con tantos circunloquios y metáforas, quizás por otro resabio de mi mundana cortesía, comenzó por admirarse, a su modo, de que le fuera con semejante reparo un miembro de la familia de los Ruiz de Bejos. ¿Cómo podía ignorar yo, con determinados ejemplos a la vista, lo mucho que quedaba que hacer en los pueblos rurales a los hombres de luces y de buena voluntad?

Y allí, entre los mustios llorones, en un mísera fosa recién abierta en el suelo, desapareció del mundo para siempre, bajo una capa de tierra que pronto volvería a cubrir la nieve, un hombre que había sido hasta aquel día el patriarca, el señor, el rey indiscutido e indiscutible de todo el valle. Muchos años hacía que el caserón de los Ruiz de Bejos no se había visto en otra como aquélla.

Bastaba mi cualidad de «señor» y de forastero para merecer aquellos homenajes de una persona de Tablanca, donde son todos la misma cortesía; pero yo era además sobrino carnal de don Celso, hijo «del difunto don Juan Antonio», sangre de los Ruiz de Bejos, de la enjundia nobiliaria de Tablanca, de la «casona» «de allá arriba...», vamos, de los Faraones de allí; algo indiscutible, prestigioso y respetable per se y como de derecho divino; pero no a la manera autoritaria y despótica de las tradiciones feudales, sino a la patriarcal y llanota de los tiempos bíblicos.