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La Virgen, los pies ocultos en esta blancura, tenía la cara inclinada y su manto de mármol le anegaba la frente y los ojos en sombra. Al caer la tarde se respiraba allí, por las magnolias y los jazmines, un aroma embriagante.

Cual indio de la balsa se arrojaba Por ir nadando á tierra codicioso; Cual vuelve la balsa se anegaba En busca del Señor que está lloroso. Las indias dicen todas que llamemos A nuestro Dios, pues todos perecemos. Los caballos ya sueltos van nadando. Y no tienen peligro, sino afierra El cabo en parte alguna, que colgando Le llevan por el agua hasta tierra.

Carmen tenía unos veinte años, pero por ciertos modos ingenuos y por algo de frágil que en toda su persona había, aparentaba diez y seis. El color de las mejillas y de los labios parecía más vivo por la blancura mate de la cara y de las manos. Alguna asimetría de la frente se anegaba en el esplendor de los grandes ojos grises, que daban la impresión de ser negros, por la anchura de las pupilas.

Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma la que tenía delante de los ojos, antojándosele ser ella la cómica y ésta la estanquera; y que después, en vez de continuar allí vendiendo sellos y pitillos, podría irse a representar comedias por la noche y observar desde la escena cómo la miraban los hombres y la envidiaban las mujeres... Luego caería a sus pies una lluvia de ramos, y por el pasillo central de las butacas entrarían los acomodadores cargados con canastillas de flores y chucherías de regalo... Durante unos instantes soñó despierta, y hasta el ruido confuso de la cercana calle le pareció rumor de aplausos.

La hermosa cabeza inclinada a un lado, los ojos medio cerrados, la boca entreabierta, dilatada por una sonrisa feliz, donde todo su ser se anegaba, parecía la bayadera del Oriente ostentando con arrobo místico en la soledad y misterio del templo la suprema gracia de su carne dorada como las hojas del loto en el otoño, el brillo fascinador de sus ojos.

Vitórica ha estado, durante tanto tiempo, entorpeciendo el tráfico de Madrid. Cuando yo pasaba por la calle de Cedaceros, mi espíritu se anegaba en un torrente de amargas reflexiones. ¿Cómo vamos a derrumbar nada en España pensaba yo si todavía no hemos podido derrumbar esta valla? La Prensa la ataca, el Parlamento la combate, el pueblo la maldice y ella sigue en pie.

Dijo que como oyó el buen gorrero tocar a maitines, por no perder la coyuntura, se dió tanta priesa a salir de la tinaja, que dió con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se magulló las carnes, derramóse el agua, y él quedó nadando en ella, y dando voces que se anegaba.

Adriana, sin apartar su mirada del altar, por medio de la nave pasaba, y el fino perfil de la cara se iba ocultando, a los ojos de Muñoz, bajo el ala del sombrero de fieltro. Su silueta se anegaba en la ligera penumbra del templo; llegando cerca del coro se hincaba de rodillas, ponía los brazos juntos en el asiento delantero y abría el libro de oraciones.

Cumplido este deber de humanidad, volvimos de nuevo al coche con la satisfacción que se experimenta siempre que se lleva a cabo una acción buena, y principiamos a departir alegremente, escuchando yo con más atención que antes los pormenores biográficos en que se anegaba el propietario de Simancas. La luz matinal, esplendorosa ya, y la perspectiva de llegar pronto nos animaban.

No hizo tanto Aspasia, prendada de Alcibíades. Don Quintín se anegaba en un mar de impurezas: sus amorosos aspavientos sólo eran comparables a las convulsiones de una rana sometida a una corriente eléctrica.