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No se atrevió a protestar de la barbarie: temía que penetrara en su alma y leyera sus sacrílegas dudas. Después de pasar por la iglesia y recoger los óleos, penetró en el vetusto palacio de Montesinos. El día estaba encapotado. La lluvia caía tristemente con una pertinacia que sólo se conoce en aquella región de la Península. Salió a abrirle, como siempre, Ramiro.

Había recordado, como por inspiración, que ella había visto en Zaragoza a una mujer vestida de Nazareno, caminar descalza detrás de la urna de cristal que encerraba la imagen supina del Señor, y sin pensarlo más, había resuelto, se había jurado a misma caminar así, a la vista del pueblo entero, por todas las calles de Vetusta detrás de Jesús muerto, cerca de aquel Magistral que padecía también muerte de cruz, calumniado, despreciado por todos... y hasta por ella misma.... Y ya no había remedio, don Fermín, después de una oposición no muy obstinada, había accedido y aceptaba la prueba de fidelidad espiritual de Ana; doña Petronila, a quien ya no miraba como tercera repugnante de aventuras sacrílegas, se había ofrecido a preparar el traje y todos los pormenores del sacrificio... «¡Y ahora, cuando era llegado el día, cuando se acercaba la hora, se le ocurría a ella dudar, temer, desear que se abrieran las cataratas del cielo y se inundara el mundo para evitar el trance de la procesión!».

Seamos, si es preciso, como aquellos mártires que desafiaban a los procónsules romanos, y ya sabéis que estos procónsules eran como ahora los gobernadores civiles. ¿Y hemos de ser soldados para servir de ornato y servidumbre a ministros impíos, para obedecer a sacrílegas Asambleas que decretan la asquerosa libertad de conciencia?

Pero ¡ó barbaridad inaudita! no fué así, pues con opróbio de la misma racionalidad, y menosprecio del adorable Sacramento, de las sagradas imágenes, y de toda la corte celestial, se convirtió el templo en cueva de facinerosos, que con sacrílegas manos quitaron la vida al cura y á cinco sacerdotes, pasando á cuchillo mas de 1,000 personas, entre hombres, mugeres y criaturas, quedando el santuario convertido en pielago de sangre inocente, y salpicados con ella los altares.

Dijimos más atrás que el sueño eterno de Carlos V ha sido turbado también en el Monasterio del Escorial, y que nosotros mismos no hemos sabido librarnos de la tentación de asistir á una de las sacrílegas exhibiciones que se han hecho de su momia en estos últimos años..... Cometimos esta impiedad, ó cuando menos esta irreverencia, en Septiembre de 1872, pocos meses antes de ir á Yuste.

Rece Vd., madre, esto es lo primero, y Dios la iluminará y borrará de su alma esa apatía; venga Vd. a misa, y a poco que despierten los buenos sentimientos, cesará Vd. de reír las bufonadas sacrílegas de mi hermano, y arderá Vd. en deseo de auxiliarme. ¿Lo promete Vd.? , hijo contestó azorada pero a Pepe no le cuentes nada de esto.

El sacristán y el acólito subiendo al retablo, hombreándose con la imagen de madera, colocando los cirios con simetría, consultando las leyes de la perspectiva, le parecían al cabo cómplices de no sabía qué engaño.... Además de todas estas aprensiones sacrílegas, tentación malsana del espíritu enfermo, causa de tanta lucha, sentía el tormento de la distracción; las oraciones comenzaban y no concluían; el estribillo de tal o cual piadosa leyenda llegaba a darle náuseas; la soledad se poblaba de mil imágenes, diablillos de la distracción; el silencio era enjambre de ruidos interiores.

Allí, sobre el altar mayor y en el sagrado cáliz, cometieron sacrilegas profanaciones. Pero en medio de la danza y la algazara, la voz del ministro del Altísimo vibró tremenda, poderosa, irresistible, gritándoles: ¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos! La sacrílega orgía se prolongó hasta media noche, y al fin, rendidos de cansancio, se entregaron al sueño los impíos.

Habían entrado en la finca algunos paisanos de los que bebían en el lagar, para seguir haciéndolo en compañía del excusador y Celesto. La tía Eugenia charlaba con la tabernera algo más lejos. Al cabo de un rato había estallado ya fuerte disputa metafísica entre don José y el seminarista, que los aldeanos escuchaban boquiabiertos. Versaba sobre la diferencia que existe entre la sustancia y el atributo, las cosas que existen per y las que sólo existen con relación a otras. Los campeones sostenían encendidos, encolerizados, sus opiniones, tomando como ejemplo para la defensa los objetos tangibles que tenían delante, el jarro, los vasos, los tenedores. Tanto se fue enredando la disputa y tan altas fueron las voces, que Andrés y sus amigos se acercaron. Y pasando de lo abstracto a lo concreto, llegaron a proferirse de la una y la otra parte palabras insultantes y feas. Por último, sonó una bofetada. Hubo datos al instante para creer que quien la había recibido era la mejilla izquierda de Celesto; el cual, lejos de presentar la derecha, como aconseja el Evangelio, se fue sobre el diminuto eclesiástico, iracundo y encrespado, y seguramente le hubiera causado algún grave desperfecto con sus manos sacrílegas a no haberle tenido Andrés y los paisanos. Con todo, mientras hacía inútiles esfuerzos por desasirse, anunciaba verbalmente su intención irrevocable de cortar las orejas al excusador.

A la postre no tuvo más remedio aquél que inclinarse ante la voluntad de Dios y confesar su presencia. Lo hizo con gran placer. Después de sus sacrílegas dudas, estaba ansioso de ver los testimonios de la omnipotencia y de la bondad infinitas; quería anegarse en el océano de lo inexplicable, de lo sobrenatural, para escapar a la crítica minuciosa y perversa que todo lo marchita.