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Actualizado: 13 de junio de 2025


Un camarero vestido de pielroja, con gran abundancia de plumas, iba ante la música haciendo molinetes con una cachiporra de tambor mayor. Saludábanse los pasajeros matinales en el paseo con grandes elogios al día. El agua era gris, el cielo estaba encapotado; el Océano ecuatorial ofrecía el aspecto de un mar del Septentrión. La brisa fresca que venía de proa ahuyentaba el temido calor.

Y cuenta que ambos chismes podrían ser igualmente necesarios, porque el astro diurno, encapotado por nubarrones que amenazaban chubasquina, despedía claridad lívida y sorda, y a veces por la ahogada calma de la atmósfera atravesaban soplos de aire encendido, bocanadas de solano que amagaban tempestad.

Terminó el día con el cielo encapotado y un viento penetrante y frío por demás. Algunos copos de nieve caían pausadamente.

Había cesado de nevar, pero estaba el cielo encapotado, «de color de panza de burra». Yo había visto nevadas en Madrid y en París y en San Petersburgo,... muchas nevadas, pero siempre en terreno llano y entre calles: es decir, una alfombra de lienzo algo sucio sobre la vía pública, y mantas de vellones blancos tendidas en los tejados de enfrente; nevadas, en fin, de teatro, sin la más remota semejanza con lo que estaba viendo desde la solana de mi tío.

No se atrevió a protestar de la barbarie: temía que penetrara en su alma y leyera sus sacrílegas dudas. Después de pasar por la iglesia y recoger los óleos, penetró en el vetusto palacio de Montesinos. El día estaba encapotado. La lluvia caía tristemente con una pertinacia que sólo se conoce en aquella región de la Península. Salió a abrirle, como siempre, Ramiro.

Aunque departiendo con Julián acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba llover porque el cielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo que debía interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar la cabeza de un hombre allá lejos, detrás de los paredones que cerraban la viña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse.

De pie en el corredor del poniente, contemplaba el cielo encapotado, en cuyo horizonte se cernía limitada por una línea casi recta, una inconmensurable nube oscura sobre la faja de luz roja que parecía el ruedo flotante del manto del sol, en marcha triunfal hacia otros hemisferios.

Topé a mis compañeros, licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome lo dejaron, codiciosos de preguntarme lo que me había sucedido. Yo venía cariacontecido y encapotado, no les dije más de que me había visto en un grande aprieto.

Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la portera. Había un motivo real para este temor.

Pero ¡qué tristeza asomar la frente por las rejas de la ventana y ver aquel cielo siempre encapotado, dejando caer, sin cansarse nunca, agua y más agua! ¡Y luego aquel modo de graznar que tiene la gente para decir lo que se le ocurre! Parecen todos algarabanes. Lo único que había sentido al dejar a Vergara fue una niña con quien se había encariñado mucho, llamada Maximina.

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