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Actualizado: 15 de junio de 2025
El caso fue, repito, que di principio a la investigación, movido de una curiosidad muy grande; pero teniendo buen cuidado por acomodarme en lo posible a las naturales condiciones del terreno, de allanarme yo mismo al nivel de lo más sencillo y rudimentario: casi, casi, me introduje en su conciencia por las puertas aprendidas en la infancia en el catecismo del Padre Astete. «Sitios por donde había andado, ocupaciones que había tenido». En sustancia, de eso vinimos a tratar en los comienzos de mi labor. De lo primero no supe más que lo que ya sabía por Neluco Celis: un mundo de cuatro leguas, escasas, a la redonda de Tablanca; dos o tres familias del pelaje de la suya, esparcidas por él; dos ferias cada primavera, si el invierno no había sido muy largo, y tres o cuatro romerías en el transcurso de cada verano. ¿Deseaba ver algo más que eso? ¡Psh!... por desear propiamente, no. Ahora, alegrarse de tener ocasión de conocerlo un poco, puede que sí, porque a nadie le amarga un dulce; pero de todas suertes, a ella se le figuraba que no había de encontrarse a gusto entre tanto y «tan pomposo» revoltijo. Una amiga suya, de más allá del Puerto, la mandaba algunas veces un periódico de modas que ella recibía cada semana: por los dibujos y las explicaciones de ese papel, estaba al tanto de cómo se vestían las señoras para ir a las grandes fiestas y al paseo. «¡Virgen la mi madre», cuánto dinero debían de gastar en esas galas y diversiones, y qué mal la sentarían a ella tantos lujos, avezada a las pobrezas de una aldeúca montés y qué avergonzada se vería en aquellos festivales tan resplandecientes, debajo de unos perifollos que no sabría manejar!... ¡Quita, quita! Bien se está San Pedro en Roma. Algo más que las estampas de aquellas señoras, la entretenían en el papel unos dibujos de labores que se hacían fácilmente y sin costar mucho dinero. De ésas había ido llenando la casa. También había aprendido en el mismo papel a cortarse los vestidos y chaquetas. ¿Qué mejores entretenimientos para pasar horas sobrantes? Porque cuando no tenía labor para sí propia o para los de su casa, se la daban bien abundante la mitad de las mozas de Tablanca. ¡Como ella no sabía negarse, y las otras pobres no conocían otro refugio cuando se trataba de las galas domingueras!... «¡Pero qué curiosón era yo, Virgen de las Nieves! ¿Si querría burlarme de ella?» ¿Por qué la preguntaba esas cosas, ni qué podían importarme a mí, que tanto había visto por el mundo y conocería a tantas damas de las lujosas del papel? Ya contaba yo con esta salida de los carriles del asunto, lugar común de toda clase de interlocutoras en diálogos por el estilo: pura modestia. ¿Cómo no había de interesarme a mí, más que todo lo que llevaba visto de lo que hay y se ve en todas partes, aquel hallazgo tan lindo y tan nuevo, donde menos se podía esperar? No eran adulaciones ni «cortesanías de madrileño» estas palabras: podía jurárselo, y esperaba ser creído sin que ella me pusiera en un extremo tan desfavorable para mi formalidad. En esa confianza, lejos de enmendarme, reincidía en el supuesto pecado, y a la prueba si no. Lecturas. ¿Cuáles eran las que más la gustaban? ¿Qué libros había leído?... ¡Libros ella!... Si yo me refería a los que se usaban ahora. No pasaban de tres: dos que le había prestado la amiga del papel de modas, y otro que había traído su padre de Andalucía. Los de la amiga trataban de amoríos muy tiernos que la pusieron algo triste, porque le daba lástima de los pobres enamorados: en los dos libros se veían y se deseaban las parejas de novios para salirse con la suya. El libro de su padre tenía estampas, y era una historia de bandoleros que robaban y mataban y eran al mismo tiempo muy blandos y muy nobles de corazón. Eso no lo podía entender ella bien... Pues estos libros y «los de casa» eran los únicos que había leído en toda su vida. Y ¿cuáles eran «los de casa»? Pues uno muy grande y muy antiguo de Cartas de Santa Teresa, que ya se le sabía de memoria; el Año Cristiano, que leía en alta voz su madre todas las noches por el capítulo del santo correspondiente al día; la Guía de pecadores, que su abuelo leía del mismo modo de vez en cuando, y de tal arte, que la llenaba de espanto y no la dejaba dormir con sosiego después, en media semana; y, por último, Don Quijote de la Mancha.
Y se vertieron y rompieron algunas copas. Propongo gritó Juanito Reseco, encaramado en una silla que en vista de ese rasgo de genio... se le permita llamarnos de tú y estar a la recíproca. ¡Admitido! ¡Aprobado! Pues bien prosiguió Juanito ; oh tú, Pompeyo, pomposo Pompeyo; voy a darte un disgusto. Tú piensas que en Vetusta no hay más ateos que tú... ¡Caballerito!
Y en cuanto a Gener, aunque a menudo se contradice y hasta llega a mostrarnos al Padre Eterno, que se le aparece y le echa un largo y pomposo discurso, todavía este Padre Eterno es tan raro, que viene a ser como si no fuera. ¿Y negado un Dios personal y providente, cuál será el fundamento de la moral, de la bondad y de la belleza absolutas, y hasta de la verdad misma en lo que debiera tener de permanente e invariable?
Cabalmente estaba en su mayor auge en los fines del siglo décimoquinto y principios del décimosexto en toda la Península, principalmente en Castilla, la célebre escuela de los Colonias, rama de fecunda sávia desgajada del poderoso tronco del norte por el ilustre prelado D. Alonso de Cartagena, y convertida en árbol lozano y pomposo cuando en las guerras por la posesion de Italia, por el dominio del Imperio de Alemania y por la preponderancia en Europa, se contagiaba del nuevo gusto estrangero el católico Cárlos V.
Asi ocurre con las famosas «razas», nombre pomposo cuyo significado se ha confundido aplicándolo á agrupaciones políticas que en nada se diferencian unas de otras. Los estudios etnográficos más recientes han demostrado que las razas que habitan nuestro archipiélago son tres, á saber: Negritos, Indonesianos y Malayos.
Bebé está pensando en la visita del señor Don Pomposo. Bebé está pensando.
Fué á su pueblo, y al entrar en él lo primero que vió fué la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto á él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín y mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado.
Sevillanas son repuso el Conde . No me cabe la menor duda. Entonces hizo un pomposo elogio de las sevillanas en general con claras alusiones a las dos que iban delante y que por tales tenía, y habló en voz mucho más alta que la que había empleado en la diatriba, a fin de que le oyesen ellas y sirviese su discurso como función de desagravios.
De esta suerte, y no con tono heróico y pomposo, la Estética no repugna, aunque la Moral frunza las cejas, que el poeta, velando un poco, no parándose en pormenores, y dejando entender mucho por medio de rodeos y dobles sentidos, nos cuente ó nos cante algunas travesuras. Harto sé que la eutropelia del P. Boneta no permite tanto; pero yo confieso que lo permite la mía.
Elías entre tanto no hubiera creído que aquel concilio ecuménico era decoroso, sin hacer un pomposo elogio de las virtudes de los tres venerandos restos de la ilustre familia de los Porreños. En verdad, señoras dijo, que no sé cómo agradecer tantas bondades.
Palabra del Dia
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