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Actualizado: 18 de julio de 2025


Y así, ensimismada en sus pensamientos, y la bella color trocada, y el semblante grave y apenado, estúvose inmóvil una gran pieza, hasta que de improviso alzose, y sus ojos ardieron, y hacia el jardín se volvieron, que a él daban las ventanas de la sala, como si a través de las paredes ver hubiera querido lo que en el sombroso cenador del jardín pasaba, y hacia la puerta fuese rápida; y antes de que a ella llegara, abriose la mampara y apareció Florela, la fiel doncella, toda descompuesta y airada, y tan pálida, que un viviente cadáver parecía.

El intruso recorre un largo pasillo, empuja una mampara, tuerce á la izquierda, baja dos peldaños, sube después una escalerilla estrecha. Ya está «entre bastidores». Aquel segundo corredor parece una calle, y lo es, en efecto; una calle del grande y amable mundo de la farándula: á ambos lados del pasillo hay puertas numeradas, éstas cerradas, aquellas abiertas.

Abrióse la mampara y entró un hombre, que parecía una figura de cromo: muy encendido el color, el bigote afeitado, la nariz encorvada, los ojos pequeños y penetrantes, con un levitón color de café y una chistera tornasol; era el muy respetable señor don Raimundo de Melo Portas e Azevedo, de estado casado, de nacionalidad portugués y de profesión usurero, el ángel protector de empleados impagos y pensionistas atrasados, el agente de funeraria de toda quiebra, el cuervo voraz de toda desgracia, el pastor de los hijos de familia descarriados.

Por allí se había de entrar sin duda, pisando plumas y aplastando cascarones. Preguntó a dos mujeres que pelaban gallinas y pollos, y le contestaron, señalando una mampara, que aquella era la entrada de la escalera del 11. Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio característico del Madrid primitivo.

Era el escritorio una pieza reducidísima, tan obscura, que había sido necesario abrir una claraboya; las paredes cubiertas de un papel de ramos dorados, que la humedad había deslustrado y dejaba colgar en jirones; sin más muebles que dos mesas de patas largas, con sus bancos correspondientes, un sofá y cuatro sillas sueltas; una mampara de pino pintado cubría la puerta de calle, y al exterior, a ambos lados de esta puerta, se veían dos planchas de metal, que nunca se limpiaban, con este letrero: Esteven y C.ª Comisionistas.

¡Hola! ¿Me conoces? Y sin aguardar la contestación se metió adentro y cerró la portezuela. Julián.... Julián gritó a su amigo antes de abrir la mampara del escritorio . Vengo a hacerte un favor.... ¡Qué suerte tienes, maldito! Mándame esas londres a casa. ¡Hola! exclamó el banquero con sonrisa triunfal . ¿Las necesitas? ¡Si, f...., !

Entreabrió a punto la mampara un paje, asomó la cabeza, y dijo a su señora que el familiar del Santo Oficio que había estado antes, había vuelto, y que decía que por la señora era venido; y doña Guiomar mandó le llevasen al estrado, y que le rogasen que allí esperase.

Llega la noche señalada, empujo la mampara de la Academia y penetro en el salón de sesiones. Una muchedumbre de trece a quince personas invade el local destinado al público. Los académicos suelen estar aún en mayor número, llegando algunas veces a ocupar casi todos los bancos delanteros. Pérez ha comenzado ya su discurso.

Impulsado por la curiosidad, hizo Robledo involuntariamente un leve gesto de aceptación y ella reanudó su marcha. Pero sólo dió algunos pasos, deteniéndose ante la cancela de un bar de aspecto sórdido, con tupidos visillos en los cristales. Guiñó un ojo, y abriendo la mampara desapareció en el interior del sucio establecimiento. Quedó indeciso el español.

Siempre me ha de hacer falta a lo que a ti te conviene soltar.... Adiós.... Y sin entrar en el despacho dejó libre la mampara de resorte que tenía sujeta y se fué. Dió las señas al cochero de un hotel situado en el barrio Monasterio y se reclinó en un ángulo, mordiendo su cigarro y resoplando con evidente satisfacción.

Palabra del Dia

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