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Algunas pensionistas, tratadas con esmero, están tranquilas y calladas en habitación clara y limpia, ocupándose en coser, bajo la vigilancia y dirección de dos hermanas de la Caridad. Otras se decoran con guirnaldas de trapo, flores secas o con plumas de gallina. Sonríen con estupidez o clavan en el visitante extraviados ojazos. También la hermosa mitad tiene sus jaulas de dobles rejas.

Abrióse la mampara y entró un hombre, que parecía una figura de cromo: muy encendido el color, el bigote afeitado, la nariz encorvada, los ojos pequeños y penetrantes, con un levitón color de café y una chistera tornasol; era el muy respetable señor don Raimundo de Melo Portas e Azevedo, de estado casado, de nacionalidad portugués y de profesión usurero, el ángel protector de empleados impagos y pensionistas atrasados, el agente de funeraria de toda quiebra, el cuervo voraz de toda desgracia, el pastor de los hijos de familia descarriados.

No consta si fue aquel día o el siguiente cuando trasladaron al infeliz Rufete desde el departamento de pensionistas al de pobres. En el primero había tenido ciertas ventajas de alimento, comodidad, luz, recreo; en el segundo disfrutaba de un patio insano y estrecho, de un camastrón, de un rancho. ¡Ay!

Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a la de todas las que han sido pensionistas del Sacré Coeur. Hasta su mujer la tenía así. Parecía que era ella la que le escribía citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!

Los estudios no son allí malos y la admisión de pensionistas se hace con menos pretensiones aristocráticas que en el Sagrado Corazón, por ejemplo. Elena, por otra parte, está delicada desde ayer, y el médico ha aconsejado que se le haga guardar cama. Es, sin duda, la consecuencia del cambio de aire y de vida.

Otra había convertido su «villa» del Paseo de los Ingleses en casa de huéspedes. Sólo quería admitir personas distinguidas, militares de los países aliados, pero de coronel en adelante. Trataría á sus pensionistas como visitas, con toda la distinción de una gran señora que recibe; solamente que ahora sus días de recepción iban á ser todos los de la semana.

Merced a otros muchos pensionistas y accidentales compañeros de hospedaje, fuí interesándome y adoctrinándome en las varias disciplinas y actividades del saber.

Tomándose la molestia de cotejar las nóminas de empleados que existian en Filipinas en 1820, con los que hoy existen, se verá desde luego que se han duplicado ó acaso triplicado, sin que por eso esté mas espedito y corriente el curso de los negocios; por lo que el número de empleados debe reducirse á los puramente precisos y necesarios, y que desde luego cese ese semillero de ellos, por el cual bajo el dictado de pensionistas con trecientos pesos anuales, se han enviado allá á esperar colocacion á muchos que deberian aun estar aprendiendo..... lo que les importaria saber, mas que no obtar á empleos tan imajinarios como el dictado de su colocacion para aquellos paises, donde han gravado al tesoro público, sin serle de utilidad en mucho tiempo los que llegan á aprovechar.

Iban algunas viejas pensionistas que «tenían crédito» en la casa, muy parlanchinas, que contaban antiguas grandezas de cuando vivía su esposo, el «brigadier», y daban saraos y «salían todos los años». Las viejas solitarias suelen estar un poco locas.