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La tarde era espléndida, una linda tarde de otoño, fresca y luminosa. Hormigueaba la multitud en la ancha calle; puertas y ventanas estaban cuajadas de muchachas bonitas, y era aquello un conjunto de gentes festivas y alegres, tan pintoresco y hermoso, que no le olvidaré jamás. Unas que iban bulliciosas y parlanchinas; otras, que volvían cansadas, arrepentidas, cargando el cesto de la comida.

LA ENFERMERA. ¡No, hija mía...! Cuando haya cuidado usted a algunos heridos se iniciará en el flirteo, que acerca al enfermo a su ángel de la guarda. Todas estas viejas hadas, la generala de las enfermeras y la marquesa de las parlanchinas, no saben lo que es cuidar hombres.

Y así entró Desnoyers en la intimidad de la familia Madariaga. La esposa era una figura muda cuando el marido estaba presente. Se levantaba en plena noche para vigilar el desayuno de los peones, la distribución de la galleta, el hervor de las marmitas de café ó mate cocido. Arreaba á las criadas, parlanchinas y perezosas, que se perdían con facilidad en las arboledas próximas á la casa.

Iban algunas viejas pensionistas que «tenían crédito» en la casa, muy parlanchinas, que contaban antiguas grandezas de cuando vivía su esposo, el «brigadier», y daban saraos y «salían todos los años». Las viejas solitarias suelen estar un poco locas.

Las andaluzas eran parlanchinas y vociferadoras; hablaban gesticulando y manoteando, esparciendo con su cháchara el aturdimiento en torno de ellas. Vestían falda de percal rameado con largos volantes, llevaban el mantón terciado, el moño aceitoso caído sobre la nuca, la frente con cuernecillos de pelo pegado, y en el cuello varias sartas de cuentas azules.