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Actualizado: 5 de junio de 2025
Y arriba, sobre la doble galería, clavadas en la crestería del tejado, colgaban lacias e inertes las banderítas rojas y amarillas, palpitando perezosamente cuando un suspiro fresco, enviado por el mar al través de la vega, arrastrábase sobre aquellas gentes aplastadas por la insolación, haciéndoles dilatar fatigosamente los pulmones.
Sosiégate; tu marido está fuera... Idos, muchachas añadió, dirigiéndose á las dos amigas. Dejadme solo con la enferma, á ver si logro que se sosiegue. Clara y Lucía, como si estuviesen allí clavadas, no se movieron. Doña Blanca prosiguió: Ten valor y mátame. Tu honra lo exige. Es necesario que mates también al Comendador. Está condenado. Se irá al infierno y me llevará consigo.
Los niños cambian con su madre sonrisas y miradas, pero atienden con más empeño á su padre. La fisonomía indiferente y glacial de éste atrae sus ojos con singular insistencia, como si despertase en ellos una gran curiosidad. No pasa un instante sin que ó uno ú otro tengan sus miradas clavadas en él.
Alhakem, después de la victoria, aún castigó fieramente a los rebeldes. Más de cuatrocientas cabezas de los que habían caído vivos en sus manos aparecieron cortadas y clavadas en sendas estacas en la orilla del Guadalquivir. Después quiso mostrarse clemente, porque no había de matar millares de personas: pero las expulsó de España a millares.
Sorprendí una ó dos veces sus miradas clavadas sobre mí con una especie de perplejidad extraordinaria. La señora de Laroque, por su parte, me miraba á menudo con aire de inquietud y de indecisión, como si hubiera deseado y temido al mismo tiempo, entablar conmigo alguna conversación penosa.
¿Qué le dolerá más, sentir las espadas clavadas en el corazón o el arrancárselas? ¡Son siete, y no cabe mentir!... ¡Son siete, como las espadas de la Virgen!... Siete de espadas, te jugaré, Farruquiño, y también el as, la espadona de San Miguel... Todo lo guardas en la sepultura... Es mejor que el arca de Andreíña. DON FARRUQUI
No te miro vez alguna Que de su triste fortuna Y próspera no me acuerde: A nadie de vista pierde La envidia, aunque esté en la luna, Aún veo en viles espadas Las cabezas separadas De aquellos ilustres cuellos, Y asidas de los cabellos, En el Alhambra clavadas. Aún corre la sangre aquí, Y aún aquí la envidia aleve Me parece que la bebe. ¡Oh vil Gomel, vil Zegrí! ¿Lloras?
Mi sobrino Manolo, que solía ser mi paño de lágrimas, estaba en Londres. Nada, nada, era indispensable arañar la tierra y buscar cuartos de otra manera y por otros medios. »El día aquel fue día de pruebas para mí. Era un viernes de Dolores, y las siete espadas, señores míos, estaban clavadas aquí... Me pasaban como unos rayos por la frente.
Iban éstos, empero, tristes y desconsolados por estar persuadidos no había de tener buen fin su viaje, ya por las muchas lluvias con que se anegaban las campañas, ya por haber hallado el camino sembrado de agudísimas puntas clavadas en el suelo con sutil astucia por los enemigos de la fe, para retraerlos de pasar adelante.
Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado con ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis tenía un genio tan apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía por hacerla llorar. La veía el día de su matrimonio, vestida con su traje de raso negro (estaba aún de luto por su padre el marqués de Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de sus cabellos resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid que había asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza, se casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo yo, que he visto muchas en mi vida.» El mismo día se habían ido a viajar por los países extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese sintiendo, la impresión embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y dichosa de la existencia, que le produjo el hallarse repentinamente a solas con su amada, cuando el cochero dio un latigazo a los caballos y oyeron los adioses de los deudos y amigos que los despedían a la puerta del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras de aquel viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después, recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al tener el primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le causó teniéndole fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos momentos de angustia. Pero ¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se puso enferma y nunca más volvió a recobrar una salud perfecta. A pesar de esto jamás se había entibiado su amor.
Palabra del Dia
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