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Actualizado: 2 de mayo de 2025


Había algo de perverso, indefinible, en el tono de sus palabras, que se contradecía singularmente con la fina música de su voz, con la gracia espontánea de sus gestos y con su cara radiante: era como si dos almas, una maligna y otra divina, se confundieran en un mismo hechizo. A su lado la elegante Charito disminuía, se apagaba, parecía irremediablemente fea.

Un instante después estaba fuera: el portón de las Hijas de la Salve giró sin ruido sobre sus goznes; Pepe permaneció unos instantes junto a la misma entrada del convento, inmóvil, vencido del dolor, queriendo y sin poder llorar... Anduvo unos cuantos pasos... Miraba y no veía lo que tenía delante... El eco del portazo no se apagaba nunca en sus oídos.

Asistía a todos los servicios religiosos fúnebres, distribuía velas, las recogía luego, y si alguien se olvidaba de apagar la suya, se acercaba y la apagaba él, soplando muy solícito. El muerto le inspiraba una gran curiosidad. De media en media hora entraba en la cámara mortuoria para mirarle, ajustaba sobre el cadáver el lienzo que lo cubría y le arreglaba la levita.

Sobre las nubes grises ningún ave tendía las alas. Había una infinita melancolía de desierto en la mansedumbre apacible del atardecer. Se apagaba el día en una quietud, en una soledad como de tumba sin flores ni plegarias. El cielo, bajo, inmóvil, deslucido, daba la impresión indecisa de un alma sin anhelos, de un corazón sin latidos.

Dinorah corría en su busca, Höel arrastraba a Corentino medio loco de terror y la orquesta se apagaba lentamente, pianissimo, en un suave murmurio que dejaba sobresalir lejos, cada vez más lejos, hasta convertirse en un eco apagado, misterioso, mágico, las vibrantes notas de la campanilla de plata de Bellak, la cabra blanca .

El mancebo le escuchó sorbiendo sus palabras como precioso jugo de sabiduría. Habían llegado, entretanto, a la plazuela de la Catedral. El templo levantaba su mole religiosa y guerrera en la calma cerúlea del anochecer. Un último reflejo dorado se apagaba en sus almenas. El aire traía un tufillo de sartenes.

Aresti sonreía ante la solicitud de acólito respetuoso con que mimaba á Sánchez Morueta, adivinando sus antojos de enfermo; la rapidez con que le ofrecía una cerilla, apenas se apagaba entre sus débiles dedos el cigarro con que le había alegrado poco antes. Doña Cristina miraba al joven, que parecía indeciso, no sabiendo cómo iniciar la realización de algo que había prometido.

Luégo miró con espanto que agitada, convulsiva, por la boca sangre viva, por los ojos triste llanto, lanzaba Ayela, y que en tanto la muerte apagaba impura de sus ojos la hermosura, y con mate palidez manchaba la limpidez de su nítida blancura.

Un gran siseo sumergía y apagaba aquel grito interrogante. Reinaba otra vez el silencio. Pero cuando parecía que todo iba a quedar sofocado se oía otra vez a Timoteo que desde el centro clamaba con voz agria: ¡Es que yo deseo saber por qué me pega a ese tío gordo! Al cabo estas preguntas peligrosas se fueron atenuando; se hicieron más raras y débiles.

El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en el banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz... , indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola frase, cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los músicos llamaban morendo, y que se apagaba al fin en el plácido silencio de la noche, sin que el oído pudiera apreciar su vibración postrera.

Palabra del Dia

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