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Pero el lazo que le unía a su esposa, continuaba firme, inalterable. El vivo sentimiento de adoración y de deseo que le había hecho cometer la primera vileza de su vida, no se apagaba. Por mucho que se alejase, por excéntrica que fuese la órbita de su vida, Ventura le retenía con los rayos de su belleza, seguía fascinando como antes sus sentidos. Lo adivinaba muy bien Cecilia.

Pero la severa visión no pudo persistir. Los sentidos tiraban de las traíllas. El turbión de la virilidad apagaba la luces interiores. ¡Allí estaba ante él una mujer hermosa y desnuda, a dos pasos de su boca, de su juventud!

Don Íñigo parecía no haber oído un solo vocablo, como si su espíritu flotara en región demasiado lejana; pero de pronto sus grandes ojos, donde la vida se apagaba como la última penumbra en agua inmóvil y triste, comenzaron a manar, sin el menor movimiento de los párpados, un humor abundoso, un flujo de lágrimas.

Así don Álvaro; no sería jamás suya, eso no; ese verano ardiente no vendría, ni siquiera le consentiría hablarle claro, insistir en sus pretensiones; pero tenerle a su lado, sentirle quererla, adorarla, eso : era dulce, era suave, era un placer tranquilo, profundo.... Ella le miraba con llamaradas que apagaba al brotar de los ojos, le sonreía como una diosa que admite el holocausto, pero una diosa humilde, maternal, llena de caridad y de gracia, sino de amor de fuego.

El resplandor del poniente prestaba rara vislumbre a todos aquellos ornamentos, iluminando de soslayo las sedas multicolores, cuyos tintes vinosos habían madurado como zumos añejos en los cajones de las sacristías. La luz se apagaba en el cielo. Soplos de sombra cenicienta parecían llegar del exterior y posarse en la estancia. Ramiro, asomado a una de las ventanas, miraba morir el crepúsculo.

La luz se apagaba en el cielo; pero el canónigo peroraba cada vez más exaltado, como si ensayase, en la soledad del camino, la alocución solemne que intentara pronunciar en alguna asamblea. Algunos dicen que la expulsión de los moriscos traería la ruina de España.

Como el antiguo guerrero Caído sobre su escudo, Sobre tu instrumento mudo Entregaste tu alma á Dios; Y es fama, que al mismo tiempo Que tu vida se apagaba, La bordona reventaba Produciendo triste son. No te hicieron tus paisanos Un entierro magestuoso, Ni sepulcro esplendoroso Tu cadáver recibió; Pero un Pago te condujo A la tumba silenciosa, Y lloraron en tu fosa Niños y hombres con dolor.

Cuando volvía a su casa, encontraba que su padre se moría. Sin sentir dolor alguno, veía cómo se apagaba la existencia del autor de sus días. El médico indicaba que no había más recurso... Llegaba el sacerdote, pero el moribundo sólo lograba enunciar, con gran dificultad, las palabras: ¡El cofre...! El salón en que se hallaba don Alejandro guardaba muchas obras de arte y objetos antiguos.

Sentíase de improviso asido por mil coléricas manos; sentíase arrastrado por las mujeres, pellizcado por los chicos y acuchillado por los hombres, hasta que su existencia se apagaba con horrible choque en la fría profundidad de un pozo. El invasor no encontraba asilo en ninguna parte, y forzosamente encerrado en los límites del Cuartel General, veía conjurados contra hombres y Naturaleza.