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Son esas muchachas suavemente tristes, humildes y resignadas, que tienen ojeras muy hondas y pobres manos santificadas por el culto heroísmo de la lucha diaria: que van tocadas con gráciles sombreros y vestidas con una coquetería un poco triste por lo usado y deslucido del atavío.

A ti, que todo lo penetras, ¿cómo he de intentar engañarte? Pero, francamente, mis chistes y agudezas, mis habilidades, mis talentos de sociedad, todo queda deslucido sin algo de filosofía. La filosofía se ha puesto en moda entre las señoras de los círculos aristocráticos, a quienes sirvo, pretendo y tal vez enamoro. Me falta este charol; dámele, y seré irresistible.

¡Bah! tengo buenos ojos, y Raúl es un hombre demasiado galante para... En este momento llamaron al ventanillo y el objeto de esos elogios mostró su fino bigote en la estrecha abertura. Con su inconveniencia natural, la comandanta iba a acogerle amablemente como visitante, pero al verse en un espejo los papillotes desrizados y el peinador deslucido, se escondió precipitadamente en el comedor.

Sobre las nubes grises ningún ave tendía las alas. Había una infinita melancolía de desierto en la mansedumbre apacible del atardecer. Se apagaba el día en una quietud, en una soledad como de tumba sin flores ni plegarias. El cielo, bajo, inmóvil, deslucido, daba la impresión indecisa de un alma sin anhelos, de un corazón sin latidos.

Desde entonces no ha deslucido Córdoba su bien cimentada reputación: y no por vana jactancia, sino con sobra de motivo, lleva por mote, en torno de los rampantes leones de su limpio escudo: «Corduba, militiae domus, inclyta fonsque sophiaeLucano, Séneca, Averroes, Ambrosio de Morales, Góngora y mil otros dan testimonio de lo segundo.

Malo y deslucido si por acaso Arturo, que en la vida había tomado un sable en la mano, le hería o le descalabraba; malo y cruel si él, que iba todos los días a la sala de armas, acuchillaba a su sabor al pobre poeta, y malo y remalo, ora saliese vencedor, ora vencido, porque de todos modos el lance iba a ser contraproducente.

Cuando ya se había sosegado un poco el entusiasmo y Aldama departía entre un círculo de amigos distribuidos por los divanes, apareció en el saloncillo la figura prolongada del ilustre Pareja, el sabio ateneísta, con su levitón flotante y el deslucido sombrero de copa en el cogote. Avanzó majestuosamente hasta el autor y estrechando su mano con fuerza exclamó: ¡Bravo, joven, bravo!