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Actualizado: 15 de junio de 2025


Pudo haberse casado, porque todas las mujeres ricas se casan. Pero se había enamorado de un hombre que estaba enamorado de otra tan rica como ella y además hermosa y señora de título, con la que se casó al cabo. Doña Angela, no encontrando otro medio mejor para desahogar su cólera, se metió en las Descalzas Reales. Duróle la rabia un año, y tuvo tiempo de profesar.

Su hija Ángela era una muchachota fresca y robusta, de diez y ocho años, uno más que Rosa, que tenía poco de particular, lo mismo en lo físico que en lo moral. Rafael, un chicuelo de catorce, de pocas carnes y mucha malicia. A Rosa ya la conocemos.

Escuchaba riendo las chanzonetas pesadas y groseras de Tomás; bromeaba con Ángela, dejando deslizar siempre que podía alguna lisonja, que en el campo, como en la ciudad, producen admirables efectos; contaba anécdotas picantes a Rafael, y le proveía de tabaco; hablaba del tiempo y las labores al criado, una especie de animal tardo y perezoso como el buey y con la testa casi tan dura.

Buenas tardes, señores... ¿Vienen de dar un paseíto, verdad? Está bien... la tarde convida. No, señor; no venimos de paseo dijo Andrés. Encontré a Rosa en la fuente, y la venía acompañando hasta su casa. Está bien, señor, está bien. Las jóvenes andan mal solas a estas horas por los caminos... Vengo de tu casa, Rosita: estuve un momentico charlando con Ángela y con Rafael...

Y se entró otra vez en la cocina, sin hacer caso de Ángela que le instaba con muchas lágrimas y gemidos para que fuesen en busca de su hermana. Corrieron buen espacio desalados, creyendo que los seguían. El que primero se cansó fue Andrés. Es inútil correr dijo poniendo una mano en el hombro de Rosa para detenerla. Nadie nos sigue.

Vos sois como todos; más materia que alma... al menos para ... en el teatro veréis á la Angela, á la Andrea, á la Mari Díaz, que es muy hermosa, alta, gallarda, con un cuello de cisne, unas manos de diosa, un talle de clavel, y sus grandes ojos azules... los ojos más graciosamente desvergonzados del mundo; cuando os vea tan hermoso... sobre todo, cuando os vea conmigo, de seguro se pone en campaña, y empieza á disparar contra vos... mejor dicho, contra , toda su batería de miradas y de suspiros enamorados. ¡Oh! tengo miedo... y sin embargo, os llevo porque quiero probaros... si me hacéis traición, mejor... os olvido... os perdono... y me quedo libre de un galanteo que puede acabar por romperme el corazón; si os mantenéis firme... ¡oh! eso sería una felicidad... porque me probaría que vos sois para lo mismo que yo soy para vos.

Al caer se lastimó también en la cabeza con uno de los cortes del escaño. Rosa abrió azorada la puerta y salió corriendo, sin saber adónde. Cuando volvió, al cabo de una hora de vagar por los caminos, halló a la familia ocupada en prodigar cuidados al descalabrado indiano: Tomás aplicándole paños de vino y romero; Ángela haciendo tila para quitarle el susto.

Al salir ellas al paseo, recogió en el zaguán la carta de manos de la santita, en las mismas narices de la oronda misia Gregoria y de Angela, sin que ninguna se enterara. ¿Qué tal? Quilito no le escuchaba: había rasgado el sobre y leía; con el afán de un sediento ante un vaso de agua, saboreaba la miel de la fraseología de su prima, temblándole las manos de emoción.

Después cerró la puerta y se guardó la llave, y, encarándose con Ángela, le dijo con acento amenazador: ¡Si tratas de darle una migaja más por la rendija, cuenta conmigo! Bajó de nuevo la escalera. Ángela se fue a un rincón a llorar. El Molino volvió a quedar en silencio. Por la noche supo Andrés en la taberna lo acaecido en el Molino. Celesto le refirió la escena con pelos y señales.

Rosa, al oír aquel cúmulo de asquerosidades, pensó que su tío se había vuelto loco o que tenía algún diablo metido en el cuerpo, como había oído muchas veces referir en los ejemplos de las novenas, y huía de él cuidadosamente, y andaba por la casa sobresaltada, inquieta, aterrada, aunque sin atreverse a contar lo que sucedía a su padre ni a Ángela.

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