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Llegaron á Clarencia donde se detuvieron las galeras Venecianas, y entonces Montaner se pasó á las de Riambau, en cuya compañía llegó á Sicilia, y en Castronuevo se vió con el Rey, y le dió larga relacion de lo que pasaba juntamente con la carta del Infante.

Su seno escaso, tenía, sin embargo, no qué atrayente seducción, dilatada por la morbidez de todo su busto: irradiaba su semblante esa gracia apática e indolente que el pincel del Veronese imprimía en el rostro de sus patricias venecianas.

Esas seis balas, hijos míos, son de sederías venecianas cuyas muestras podéis ver a la luz de este farol. ¡Ved qué hermosos colores! ¡y qué tejido tan suave y tan apretado! La pondremos a dos doblones la vara, hijos míos. ¡Oh! ¡padre mío! Tened en cuenta que ya está bendecida, hijos míos.

Decir que hay más morenas que rubias, fuera ocioso, tratándose de Andalucía; pero su moreno es esclarecido, como el de las legítimas venecianas. Sin embargo, en el Albaicín abunda un tipo hechicero y rarísimo en España: la mujer blanca como la nieve y con el pelo negro como el azabache..... ¿Serán descendientes de odaliscas circasianas de los últimos harenes moros?

Luego que las galeras Venecianas vieron á Tibaldo general del ejército en nombre de Carlos, partieron la vuelta de su casa y Ramon Montaner con ellas, aunque le rogaron mucho que se quedase, pero como él conocia la poca seguridad que habia en la condicion de Rocafort, jamas quiso quedarse, ni aun pediendoselo muy encarecidamente el mismo Tibaldo.

A las jóvenes, les gustaba mostrar el palmito y la esbeltez de su talle, con algún traje histórico. Había damas venecianas, romanas, del bajo imperio, hebreas, de la época de Luis XV, del Directorio, de Felipe II, y hasta pasiegas de los tiempos más recientes. Había también, algunas gitanas, nigrománticas y cautivas.

La hembra caprichosa de las noches venecianas, la infiel compañera de Musset, era la misma enfermera que guisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en la soledad de Valldemosa... ¡Si él hubiese conocido una mujer así, una mujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenil de dulzuras y crueldades!... ¡Ser amado por una hembra superior, a la que pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo le inspirase respeto por su grandeza intelectual!...

Cuando vió los trajes y la cuenta de la modista, quedó estuperfacto: estuvo por gritar ¡ladrones! Maldijo de su colega Salabert, de la hora en que se le había ocurrido dar aquel baile y de todas las damas venecianas y holandesas que habían existido. Lo que más hondamente trabajaba su espíritu abatido era la consideración de que aquellos trajes costosos no servirían más que para una noche.

Voy á decirlo, sin temor de que muchos se escandalicen: este San Sulpicio, con sus ventanas, sus columnas, sus torreones y sus veletas, que parecen aspas de un molino de viento; este San Sulpicio, con su gran pórtico; su nave extensa, desnuda, callada, sombría; su coro aislado; su majestuoso altar mayor; su oculta capilla de la Vírgen, iluminada por una luz confusa, indecisa, misteriosa, y sus enormes conchas venecianas que sirven de pilas; este San Sulpicio, vuelvo á decir, es más iglesia, más templo cristiano, que la Magdalena y el Panteon.

A otros les da por lo sentimental, y el espectáculo de las aguas dormidas del lago les recuerda las novelas venecianas o las baladas de la Suiza: se dejan balancear dulcemente, inmóviles y apoyados sobre el remo, fijan la vista en un punto del espacio con expresión amarga, propia de corazones lacerados, y prorrumpen a veces en tiernas barcarolas que han aprendido en el teatro Real.