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De suerte que el hecho de tomar parte en cualquier especulación la acreditaba de segura, y esto era lo que Salabert necesitaba. No quiso molestarle, pues, muy fuertemente y cambió la conversación.

Desea hablar con el señor duque. Este, iluminado repentinamente por una idea, dijo: Que pase. El cochero que entró era el mismo que le había conducido desde casa de Calderón a la de su querida. Salabert le miró con ansiedad. ¿Qué traes? Esto, señor duque, que sin duda debe de ser de vuecencia dijo presentándole la cartera perdida.

Al respirar el aire fresco sintieron una alegría que no procuraron disimular. Hablando y riendo fueron a juntarse con el resto de la comitiva. Los ingenieros explicaban a Salabert un nuevo método de destilación que podía introducirse, con el cual no sólo se elevaría enormemente la producción, sino que podría utilizarse el vacisco, o sea la parte menuda del mineral.

El recién llegado era nada menos que D. Antonio Salabert, duque de Requena, el célebre Salabert rico entre los ricos de España, uno de los colosos de la banca y el más afamado, sin disputa, por el número y la importancia de sus negocios. Había nacido en Valencia. Nadie conocía a su familia.

Salabert se apartó un poco del grupo y se dejó caer sobre el brazo de un sillón adoptando una postura grosera, para lo cual sólo él tenía derecho. En vez de ser mal vistos aquellos modales libres y rudos, contribuían no poco a su prestigio y al respeto idolátrico que en sociedad se le tributaba.

Un poco avergonzado por el recuerdo, Llera insistió en afirmar que el negocio de ahora era de éxito infalible si se le conducía por los caminos que él señalaba. Salabert cortó bruscamente la discusión pasando a otros asuntos. Informóse rápidamente de los del día.

Pero aunque hombre prudente y experto en los negocios, la viuda no se los apreciaba ni aun quería oirlos. Al fin y al cabo, entre él y Salabert existía enorme distancia: el uno era un negociante vulgar, el otro un genio de la banca. Sin embargo, éste asentía con sonidos inarticulados a las indicaciones bursátiles del dueño de la casa. Pepa no se fiaba.

La Amparo, a quien lisonjeaba este amor frenético conocido de todo Madrid, lo desdeñaba en público y lo alimentaba en secreto. Por donde flaqueaban más los saraos de aquélla era por el lado femenino, si bien no faltaban tampoco algunas señoras de la clase media que, a trueque de pisar regios salones y verse servidas por lacayos de calzón corto, consentían en alternar con la querida de Salabert.

Detrás de la sonrisa forzada y triste de los trabajadores, un hombre observador podía leer bien claro la hostilidad. El cortejo de Salabert atravesó en silencio por medio de ellos, con visible malestar, los rostros serios, y con cierta expresión de temor. Las damas se apretaron instintivamente contra los caballeros. Al entrar en el parque murmuraron algunas: "¡Dios mío, qué caras!"

¿Le hacen a usted falta de verdad? dijo Salabert echándole al mismo tiempo el brazo sobre los hombros. De verdad. Pues voy a ser su Providencia. ¿Qué cantidad necesita usted? Bastante. Diez mil libras lo menos. No puedo tanto; pero por ocho mil, puede usted enviar esta tarde. El rostro de Urreta se iluminó con una sonrisa de agradecimiento.