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Calderón estaba inquieto, violento, lo mismo que si se los echase en la cara. A la tercera vez, no pudiendo contenerse, fué él mismo a buscar la escupidera para ponérsela al lado. Salabert le dirigió una mirada burlona y le hizo un guiño a Pepa. Ya tranquilo Calderón se mostró locuaz y pretendió sustituirse al duque dando consejos a Pepa sobre los fondos.

Había oído rumores. ¿Se haría en alza la próxima liquidación? ¿No sería mejor liquidar en el momento con treinta céntimos de ganancia que aguardar a fin de mes?" Para ella las palabras de Salabert eran las del oráculo de Delfos. La fama inmensa del banquero la tenía fascinada.

Sabiendo que su marido tenía una hija natural en un convento de Valencia, le propuso, con generosidad no muy frecuente, traerla a casa y considerarla como hija de ambos. Salabert aceptó con gusto la proposición. Fué a buscar a Clementina, y desde entonces cambió por entero la suerte de esta infeliz niña.

Chico, si me hubieses dicho todo eso por la mañana me hubiera durado todo el día le dijo Amparo riendo . Pero ahora ... ya ves, nos dormiremos en seguida.... Pero vamos a ver. Amparo manifestó Rafael afectando seriedad . ¿Por qué has dejado a Manolo, un chico joven, simpático, de las primeras familias de España, por un tío asqueroso, viejo, baboso como Salabert?

Procuraba sofocar sus deseos, apagar la impaciencia; mas a despecho suyo un diablo tentador hacía brincar su corazón de gozo cada vez que tal pensamiento le acudía al cerebro. Con astucia infernal, Salabert hacía lo posible por introducir la desconfianza en el ánimo de su esposa. Unas veces de un modo solapado, otras cínico y brutal, vertía en su alma el veneno de la sospecha.

La hermosa odalisca de Salabert, aunque de inteligencia limitadísima, había tenido tiempo a reflexionar que su presencia en el baile podría acarrear un conflicto. Pero su antojo era tan vivo y desordenado, que de ningún modo quiso dejar de satisfacerlo, de lucir su costoso vestido de reina de Escocia.

No creía Salabert tropezar con aquel obstáculo. Juzgaba cosa hecha lo del testamento mutuo. Quedó tan sorprendido como turbado. Pero recobrándose instantáneamente, adoptó un continente grave y digno para decir: Está bien, Carmen. Yo no trato de imponer mi voluntad a la tuya.

Después dijo: No; aún se me pasa más de prisa al lado de ustedes. ¿Más que en casa de tía Clementina? preguntó la niña en un tono inocente que hacía dudar de su intención. Castro se puso serio y la miró fijamente. Sus relaciones con la hija de Salabert se habían mantenido hasta entonces bastante secretas. El que se descubriesen en casa de la hermana del marido, le inquietó.

Lo único que podía hacer era conducirla al Gobierno civil en vez de la prevención y detener el parte al juzgado algún tiempo. Pero el duque de Requena lo era. Por eso Rafael le dijo en voz baja a la Amparo: Mira, chica, lo mejor que puedes hacer es pasar un aviso a Salabert. Si no, estás perdida. Ya se habrá acostado. ¿Te encargas de llevárselo?

Salabert era un terrible sobrestante para sus operarios, un verdadero mayoral de ingenio. No los dejaba reposar: les exigía un cuidado incesante: jamás se le daba gusto en nada. Se trataba un día de trasladar cierto armario de ébano tallado, desde el salón que iba a ser de conversación, a la sala destinada a jugar.