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Actualizado: 17 de junio de 2025
Chico, por lo mismo que nosotras hemos conocido bien la pobreza, sabemos mejor que vosotros lo agradable que es. Yo me he comprometido con Salabert porque tiene mucho dinero y puede satisfacer todos mis caprichos. No necesitaba decírtelo.... Por lo demás, si fuera a dar gusto a mi corazón demasiado sabéis, y demasiado lo sabe él, que yo nunca he querido a nadie de verdad más que a Manolo.
Salabert quedó hondamente preocupado. Viendo a su esposa descaecer le entró miedo. A su muerte los parientes le exigirían la mitad de lo que él había adquirido, meterían la nariz en sus asuntos, hasta en los más íntimos.... ¡Un horror! Consultó con su abogado.
Calderón se había acercado al ministro y le hablaba con acatamiento. Salabert hizo lo mismo. Pero el personaje no tenía ganas de hablar de negocios o por ventura le inspiraba miedo el célebre negociante. La prensa hacía reticencias malévolas sobre los negocios de éste con el Gobierno. Por eso, a los pocos momentos, se fué en pos de Pepa Frías y se pusieron a cuchichear en un ángulo de la estancia.
Al otro día fué al paseo del Retiro y allí la halló. Desde entonces espió y siguió sus pasos con una constancia que revelaba el profundo sentimiento que embargaba su espíritu. Aunque tenía bien presente la fisonomía de su madre, el semblante de Clementina Salabert se lo traía a la memoria con mayor energía. Esto le producía vivo dolor, en el cual se placa, aunque parezca paradójico.
Era el centro de reunión de todos los pájaros del distrito del Hospicio. Tenía acceso por una gran escalinata de mármol. Además del piso bajo donde se hallaban los salones de recibir y el comedor poseía otros dos. Parte del último era lo que ocupaban las oficinas, que no eran muy considerables. A Salabert le bastaba para la dirección de sus negocios con una docena de empleados expertos.
El nombre de Clementina Salabert salía en todas las conversaciones de la juventud elegante, se veía impreso en todas las crónicas de salones, sonaba en Madrid como el de una de las más brillantes estrellas del firmamento aristocrático. Tuvo buena porción de amoríos o noviazgos que no produjeron huella alguna en su corazón.
Contentóse con murmurar fatídicamente rechinando un poco los dientes: ¡Me parece que voy a ponerte yo la vergüenza que no tienes! El encuentro con la querida de Salabert en el momento en que se hallaba en lo más culminante de sus confidencias, le había turbado, y por eso no había despegado los labios.
#La hija de Salabert.# Bajó con ansia la escalera. Al poner el pie en la calle dejó escapar un suspiro de consuelo. A paso vivo tomó la del Siete de Julio, entró en la plaza Mayor y luego en la de Atocha. Al llegar aquí vino a su pensamiento la imagen del joven que la había seguido y volvió la cabeza con inquietud. Nada; no había que temer. Ninguno la seguía.
El joven sonrió disimulando su turbación, y respondiendo con fingida indiferencia: A cualquiera le llamará la atención una mujer tan hermosa. ¿Quién es? ¿No la conoce usted? Es la señora de Osorio, un banquero, hija de Salabert. ¡Ah! ¿hija de Salabert? ¿Vive en aquel palacio grande del paseo de Luchana? No, señor; vive en un hotel de la calle de Don Ramón de la Cruz.
Siento no necesitarlas. Es buena ocasión. Adiós. Trasladóse al Banco, asistió a la reunión, y después de hacer efectivos los nueve mil duros del talón, salió con su amigo Urreta, otro de los célebres banqueros de Madrid. Al llegar cerca de la Puerta del Sol, se dieron la mano para despedirse. ¿Adónde va usted? le preguntó Salabert.
Palabra del Dia
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