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El traje, muy sencillo, de color lila, ceñido sin pliegue a la cintura alta, oprimía algo los senos pequeños. Llevaba puesto el sombrero, cuyas alas anchas, ajustándose ligeramente bajo el mentón, envolvían toda la cabeza en una randa de pluma: el rostro fino irradiaba. Distraía los ojos, recogiendo a veces, bajo las pestañas, una larga expresión extenuada. No cesaba de sonreír.

Se había hecho amigo íntimo de Paquito Vegallana y, aunque de lejos, algo le tocaba del esplendor que irradiaba el célebre Mesía, flor y nata de los elegantes de Vetusta. Orgaz le llamaba Álvaro por lo muy familiar que era el trato de Paco y de Mesía, y como él tuteaba a Paquito... por eso.

Pero en aquel instante su pensamiento huía de las escenas de muerte. En torno de él flotaban imágenes risueñas y gloriosas que le infundían una amable alegría que pocas veces había sentido, acompañada de indecible bienestar corporal. Creía sentir un suavísimo calor que irradiaba del corazón hasta las manos y los pies, como si la sumergiesen en un baño de leche tibia.

Los cabellos empezaban á blanquear en las sienes y en la barba que cubría ahora sus mejillas. Había vivido veinte años en un mes... Al mismo tiempo parecía más joven, con una juventud que irradiaba vigorosa de su interior, con la fuerza de un alma que ha sufrido las emociones más violentas y no puede ya conocer el miedo, con la satisfacción firme y serena del deber cumplido.

El espíritu se perturba como la vista a fuerza de mirar siempre hacia un mismo objeto y así la única idea que irradiaba en las tinieblas de aquella triste existencia, la arrastraba como un fuego fatuo hacia los abismos de la locura a fuerza de contemplar la muerte.

Después se arrepentía de haber dudado de mi constancia, y llorando me pedía que la perdonara. Mas a poco, cuando calmada por mis palabras y mis promesas sonreía dichosa, y en su pálido rostro irradiaba la alegría, tornaba a sus presentimientos: «No me engaño, no quiero engañarme.... Me da pena decírtelo, pero ya sabes que nada te oculto, que no quiero ocultarte nada.

Pero al intentarlo, el rayo de sol desapareció; ó, á juzgar por la brillantez con que irradiaba el rostro de Perla, su madre podía haberse imaginado que la niña lo había absorbido, y lo devolvería luego iluminando la senda por donde iban, cuando de nuevo penetrasen en los parajes sombríos de la selva.

Lo había visto más demacrado que nunca, con unos ojos de fiebre: pero ¡ay, aquella máscara impalpable de vanidad juvenil, de triunfo, de satisfacción, que irradiaba en torno de su cabeza un nimbo de gloria!... En la noche, Toledo se vió repelido bruscamente por su príncipe al intentar comunicarle una carta que había recibido de París.

Su seno escaso, tenía, sin embargo, no qué atrayente seducción, dilatada por la morbidez de todo su busto: irradiaba su semblante esa gracia apática e indolente que el pincel del Veronese imprimía en el rostro de sus patricias venecianas.

Todo en su persona resultaba magnífico y parecía iluminar las cosas con su contacto. Tal vez su rostro estaba más exangüe y anguloso, pero Miguel se imaginó que irradiaba cierto esplendor interno, compuesto de satisfacción y de orgullo. Una especie de máscara impalpable, de envoltura astral, le hermoseaba, dándole una segunda fisonomía, apolónica y triunfadora. Se cruzaron sin saludarse.