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Entregada estaba a estas reflexiones, alisando con su blanca mano las grandes orejas de Toby, cuando la puerta dio paso a la bella presencia y a las patillas azulejas del señor de Monthélin.

Así fue como Toby, cual si estuviese en el complot de la señora de Lerne, contribuyó a su-buen éxito con su humilde contingente. Después de aquel estreno comprendió Monthélin que una escena de amor era imposible. Limitose, pues, aquel día a tocar ligera y melancólicamente lo concerniente al amor, y resignose a acariciar a Toby, puesto que no podía ahogarlo.

Juana no recordaba muy bien la ocasión en que había manifestado su entusiasmo por Toby, pero, no por esto, dejaba de apreciar el sacrificio que se le hacía. ¡Ah, señora, querida señora! dijo toda confundida . ¿Pero, cómo podré aceptar un animal tan lindo, tan gracioso, tan extraordinario? ¡Pero qué privación! ¡oh Dios mío! ¡y esa casilla tan preciosa!

Encontrose allí con Monthélin, acomodado cerca del fuego. El señor de Monthélin, que tenía ya demasiado con la presencia de Toby, se exasperó tanto al ver a de Lerne que perdió su sangre fría ordinaria; persistió contra todas las conveniencias en prolongar indefinidamente su visita, a tal extremo, que de Lerne tuvo que tomar el partido de retirarse el primero, aunque hubiese llegado el último.

No, no es posible... y para acabar la frase, Juana saltó al cuello de la condesa de Lerne, cosa que hizo aullar a Toby. Ven, amor mío dijo Juana tomándolo en sus brazos y cubriéndolo de caricias. Sentáronse, y la señora condesa, contestando a las preguntas repetidas de Juana, diole instrucciones sobre el modo de cuidarlo, alimentarlo, y hasta de medicamentar a Toby.

La condesa llevaba maternalmente entre sus brazos a un pequeño perrillo de pelo largo y sedoso, una verdadera miniatura de faldero blanco y rojo, que decía ser originario de Méjico y que era admirado y codiciado por todos sus conocedores. Mi muy querida dijo , me habéis dicho que estabais enamorada de Toby. Permitidme que os lo regale. La señora de Maurescamp exclamó: Pero, ¡es posible!

No hay nada que desconcierte tanto a un galanteador de damas, sobre todo cuando tiene pretensiones a sus favores como un pequeño incidente de esa especie. Juana de Maurescamp, que era tan sagaz como cualquier otra, y aun más, no, pudo dejar de reírse del contraste que ofrecía el señor de Monthélin con su expresión amable y la inquietud manifiesta que le causaba la agresión de Toby.

La tarde llegó; después de comer, el señor de Maurescamp jugaba un rato con su hijo Roberto en el pequeño salón botón de oro, de su mujer, y en seguida iba, como era su costumbre, a fumar un cigarro al boulevard. Juana continuó ejecutando febrilmente en el piano, una serie de valses y mazurcas, mientras que su hijo, vestido de blanco y con cinturón punzó, daba saltos con su aya inglesa y Toby.

»Sólo siete criados irán con nosotros a Francia; Richard lleva sus camareros; Bettina y yo las nuestras; las dos ayas de los niños, y además dos boys, Toby y Boby, que nos siguen a caballo y montan perfectamente. Son dos monadas; del mismo alto, la misma figura, y casi la misma cara; nunca encontraríamos en París dos grooms más iguales. »Todo lo demás, cosas y gente, queda en New-York.

El joven Toby que no había visto todavía al tiburón de los salones, porque el señor de Monthélin no iba a casa de la señora de Lerne, le tomó seguramente por un malhechor, y sin embargo, le demostró que no le temía. Bajose de las rodillas de su señora, y se apostó resueltamente delante de ella ladrando furiosamente, y aun atacando a su enemigo.