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Dentro de la gruta negra todo era blanco; parecía que habían metido en aquella oquedad los huesos de un megaterio grande como una montaña; unas rocas tenían figura de tibias y metacarpos, de vértebras y esfenoides; otras parecían agujas solitarias, obeliscos, chimeneas, pedestales sobre los que se adivinaba el perfil de un hombre y de un pájaro; otras, roídas, tenían el aspecto de verdaderos encajes de piedra formados por el mar.

El monte Izarra, a una de cuyas faldas está Lúzaro, forma como una península que separa la entrada del puerto de una ensenada bastante ancha comprendida entre dos puntas: la del Faro y la de las Animas. El monte Izarra es un promontorio pizarroso, formado por lajas inclinadas, roídas por las olas.

¡Eh, compañeros! ¡Que soy un trabajador como vosotros! Las manos: a ver las manos rugieron algunos braceros, sin abatir sus armas amenazantes. Y por entre los embozos de la capa, aparecieron unas manos fuertes, cuadradas, con las uñas roídas por el trabajo. Uno tras otro, iban aquellos hombres acariciando las palmas, apreciando sus duricias. Tenía callos: era de los suyos.

La puerta de los Apóstoles, vieja, rojiza, carcomida por los siglos, extendiendo sus roídas bellezas á la luz del sol, formaba un fondo digno del antiguo tribunal: era como un dosel de piedra fabricado para cobijar una institución de cinco siglos.

Pero la ilusión, sirena encantadora, coleaba en el aire junto a estos locos heroicos en sus horas de desfallecimiento. Cuando en las altiplanicies estériles marchaban casi arrastrándose, las entrañas roídas por el hambre y las piernas petrificadas por el frío, la esperanza, como un relámpago, reanimaba su vigor.

A los pocos pasos, un gitano joven, bronceado, con las mejillas roídas, oliendo a ropa sucia y a viruelas, quedaba como en éxtasis, con el sombrero pendiente de las dos manos, y rompía a cantar también a «la mare», «maresita der arma», «maresita e Dió», admirado por un grupo de camaradas que aprobaban con la cabeza las bellezas de su «estilo».

Imaginé que con su mano espectral, la majestuosa figura del Inspector Pue me había dado el símbolo escarlata y el pequeño manuscrito que lo explicaba; y que también con su voz espectral me había exhortado á que, como una prueba de deber filial y de respeto hacia él, que podía considerarse oficialmente mi antepasado, diese al público sus lucubraciones ya mohosas y roídas por la polilla.

Y revueltos con los cacharros que habían guardado el vino y el agua dulce de una liburna naufragada, había pedazos de maroma endurecida por los infusorios calcáreos, garras de ancla cuyo hierro se quebraba en láminas rojizas. Varias estatuillas roídas por la sal marina inspiraban al muchacho tanta admiración como las fragatas del abuelo.

¿Ves todos éstos? dijo señalando a los camaradas . Pues me tienen miedo y quieren que sea su capitán. Hemos resuelto, cuando salgamos, hacer una partida y que yo sea el jefe. Circulaba, ocultamente, de celda en celda, un grueso volumen de páginas mugrientas, con las puntas de la encuadernación roídas por el manoseo.

Una atmósfera de misticismo, de iniciaciones sobrehumanas, de secretos intactos á través de los siglos, parecía desprenderse de estos montones de volúmenes polvorientos, algunos con las hojas roídas.