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Miraban furtivamente el dorado paraíso de lo interior, y roídas por la envidia descargaban su indignación acuosa sobre la cabeza de los filósofos que escuchaban al descubierto.

Los había de ojos picarescos e insolentes, que miraban con fijeza agresiva; otros tenían el cuello ondulado por las cicatrices de la escrófula, o la nariz y las mejillas roídas por la viruela. Manteníanse rígidos, las manos pegadas a las piernas, sacando el vientre, con el bullón de la camisa lleno de objetos y papeles que les servían de juguetes.

Un cuarto de hora hacía que el abate costeaba el muro del castillo de Longueval, cuando llegó a la puerta de entrada, que se apoyaba alta y maciza sobre dos enormes pilares de viejas piedras ennegrecidas y roídas por el tiempo. El cura se detuvo y miró con tristeza los grandes avisos azules pegados a los pilares.

Esto de las muertes es como las cerezas. Se tira de una y las otras vienen detrás a ocenas. Hay que matar pa seguir viviendo, y si uno siente lástima, se lo comen. Hubo un largo silencio. La dama contemplaba las manos cortas y gruesas del bandido, con sus uñas roídas.

El Viruelas era un monstruo de fealdad, con las facciones roídas, la nariz aplastada, los ojos casi ocultos bajo las cejas colgantes, y un hedor nauseabundo que surgía al mismo tiempo de su boca y su piel.

El viejo fortín de piedra era una ruina que lentamente iba deshaciéndose bajo los embates del tiempo y los soplos del mar. Los sillares caían de sus alvéolos; las almenas tenían las puntas roídas. Al vender Can Mallorquí, la torre había quedado fuera del contrato, tal vez por olvido, a causa de su inutilidad.

Dos reclinatorios de viejo terciopelo azul parecían guardar aún la huella de señoriales y delicados cuerpos que ya no existían. Quedaban sobre sus pupitres, como olvidados, dos libros de oraciones con las puntas roídas por el uso. Jaime reconoció uno de estos libros.

No se veían en derredor más que maderas carbonizadas, herrajes retorcidos por el fuego y planchas de zinc medio roídas por las llamas: una fila de piedras blancas, fijas en el suelo, designaba el trazado del andén, y los huecos de los durmientes y traviesas arrancados marcaban el trayecto de la vía.