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Se plegaba con una paciencia angelical a los hábitos del idiota, caído en la condición de bestia; aprendía a comprender los sonidos inarticulados que el enfermo dejaba oír, y lo miraba sonriendo cuando le rompía el juguete más preciado. El idiota se acostumbró tanto a esa compañía que no quería pasarlo sin ella.

Había en la eterna y leve sonrisa que plegaba sus labios y en lo insinuante y correcto de sus maneras algo de femenino, que no se compadecía poco ni mucho con lo firme é insistente de la mirada. Tal vez no sea femenino el adjetivo más propio para el caso, pero en este momento no hallamos el adecuado. Aunque no es posible cerciorarse ahora, dado caso que está sentado, podemos afirmar que es alto.

Sobre aquellos muros había ondeado la sacrosanta enseña de Castilla, en una época en que, si la tenue brisa de la caída de la tarde plegaba sus paños en otros horizontes, los matinales céfiros acariciaban sus colores enseñando al primer rayo del sol los castillos y leones, inseparables compañeros de su luz.

Un amago de sonrisa que plegaba sus labios pregonaba, no obstante, que la frase la había lisonjeado. Ramoncito volvió a sacar la conversación del teatro Real, la liebre que sale y se corre en todas las tertulias distinguidas de la corte. La ópera, para los abonados, no es un pasatiempo, sino una institución.

¿Cómo está don Fernando?... Sentía por el agitador un gran respeto desde sus tiempos de jornalero. La protección de los Dupont y la ductilidad con que se plegaba a todas sus manías, le habían elevado. Pero, como compensación a este servilismo que le había convertido en jefe del taller, guardaba un secreto afecto al revolucionario y a todos sus compañeros de la época de miseria.

Madame Duval y la mucamba estaban en la alcoba de la muerta, y ésta yacía tendida en la cama, pálida, inmóvil y hermosa. La última sonrisa plegaba aún suavemente sus labios. Sus ojos estaban cerrados, como si los tuviese así para ver interiormente con el espíritu prodigios y visiones de más altas esferas. Aquella extraña mujer había premeditado el suicidio desde mucho tiempo antes.

Su vida interior le causaba demasiados tormentos para pensar mucho tiempo en estas futilidades. El escepticismo le minaba sordamente. El mundo le parecía cada vez más incomprensible. La idea constante de que todo lo que le rodeaba era una pura apariencia, cuyo verdadero sentido permanecería eternamente ignorado para el hombre, engendraba en su alma una melancolía profunda, que se reflejaba bien en su frente pálida y en la sonrisa triste e indiferente que plegaba sus labios. La experiencia toda entera decía Kant no es más que el conocimiento del fenómeno, no de la cosa en .

El cabeceo suave de proa a popa, al que se habían acostumbrado todos y que pasaba inadvertido, como un movimiento necesario para la vida igual al de la respiración, se hizo por instantes más violento. El sol descendente estaba velado por una barrera de vapores; la luz era grisácea, lo mismo que la de una tarde invernal; el mar, azul obscuro, se plegaba en largas ondulaciones.

Al despedirse le dijo que vendría de noche a buscarla para ir a un teatrito por horas, y que estuviese ya vestida y no se hiciese esperar. La sonrisa cruel que plegaba sus labios al bajar la escalera inspiraba frío y miedo. ¡Pobre niña! ¡Cuán ajena estaba del pensamiento que bullía en la mente de aquel hombre egoísta, sin entrañas!

El P. Gil se puso en cruz, mientras una mirada dulce y melancólica plegaba sus labios. Midieron el largo de los brazos. Después el de las manos. En este punto, médico y jurista tornaron a cambiar otra mirada de inteligencia.