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En cuanto se acabe la casa, y ¡ojalá sea mañana! El mamarracho de mi cuñao no acaba nunca. Se conose que le va bien, y se duerme en la suerte. Yo pondré orden, Juaniyo, cuando nos casemos. Ya verás qué bien marcha too. Verás cómo me quiere tu mare. Y así continuaban sus diálogos, esperando el momento de aquella boda, de la que se hablaba en toda Sevilla.

Su compañero le vio con la cara blanca como si fuese de yeso, los ojos mates y el cuerpo rojo de sangre, sin que pudieran contener ésta los paños de agua con vinagre que le aplicaban, a falta de algo mejor. ¡Adió, Zapaterín! suspiró . ¡Adió, Juaniyo! Y no dijo más. El compañero del muerto emprendió aterrado la vuelta a Sevilla, viendo sus ojos vidriosos, oyendo sus gimientes adioses. Tenía miedo.

Habrá que ve a la Macarena decían en los corrillos comentando la decisión del torero . La señá Angustias va a llená el «paso» de flores. Lo menos se gasta sien duros. Y Juaniyo va a ponerle a la Virgen toas sus alhajas. ¡Un capitá!... Así era. Gallardo reunía todas sus joyas y las de su mujer para que las luciese la Macarena.

Con la cabeza siempre apoyada en los brazos comenzó a canturrear una estrofa de su invención, que era una alabanza disparatada a sus méritos: «Yo soy Juaniyo Gallardo... con más c...oraje que Dió.» Y no pudiendo improvisar más en su honor, repetía y repetía las mismas palabras con voz ronca y monótona, que alteraba el silencio y hacía ladrar a un perro invisible en el fondo de la calle.

¡Miserias, hijo! ¡Probezas y agonías!... Denque supe que toreabas hoy, me dije: «Vamos a ver a Juaniyo, que no habrá olvidao a la mare de su probesito compañero...» Pero ¡qué guapo estás, gitano! Así se van las mujeres toítas detrás de ti, condenao... Yo, muy mal, hijo. Ni camisa yevo. Entoavía no ha entrao hoy por mi boca mas que un poco de Cazaya.

Ca uno es quien es, y Juaniyo es un presonaje, y nesesita tratarse con gentes de poer. ¡Que esa señora fue al cortijo! ¿y qué?... Hay que orsequiar a las güenas amistades; así se pueen pedir favores y ayudar después a los de la familia. Na malo pasó: too calumnias. Estaba allí el Nacional, que es un hombre de carácter. Le conozco mucho. Y por primera vez en su vida alababa al banderillero.

¡La reina de las Españas te mereces, hermoso!... Ya pué tener los ojiyos bien abiertos la señá Carmen. El mejor día te roba una gachí y no te degüerve... ¿No me darías un billete pa esta tarde, Juaniyo? ¡Con las ganas que tengo de verte matá, resalao!...

Mas de pronto cayó sobre él, como si se desvaneciese todo el pasado, como si sus angustias y rabietas fuesen un ensueño, como si confesara un vergonzoso error. Sus brazos enormes y flácidos se arrollaron al cuello del torero y las lágrimas mojaron una de sus mejillas. ¡Hijo mío! ¡Juaniyo!... ¡Si te viera el pobre de tu padre! No yore, mare... que hoy es día de alegría. Va usté a ve.

A pesar del respeto que todo banderillero debe guardar a su matador, el Nacional había osado hablar un día a Gallardo con ruda franqueza, amparándose en sus años y en la antigua amistad. ¡Ojo, Juaniyo, que en Seviya se sabe too!

Será Juaniyo como usté quiera, señá Carmen, pero argo hay que dispensarle... ¡Vamo, que muchas se mueren de envidia viéndola a usté! ¡Ahí es na: ser la señora del más valiente de los toreros, con el dinero a puñaos, y una casa que es una maraviya, y dueña arsoluta de too, porque el maestro deja que usté disponga toas las cosas!