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Permanecían inmóviles, flácidos, torpes, bajo la caricia pálida de los rayos solares, rezumando grasa por sus poros. Muchos parecían dormir. Algunos más jóvenes, como si presintiesen un peligro al aproximarse al buque se arrastraban sobre sus cortas nadaderas, arrojándose al agua con el estrepitoso chapoteo de un odre inflado.

Había que añadir además la calidad de los fieles que asistían á sus oficios. Eran pocos y escogidos; siempre los mismos. Unos se dejaban caer en su asiento, flácidos y gotosos, sostenidos por un criado viejo ó por la esposa, que iba con pobre mantilla, lo mismo que una ama de gobierno.

Evidentemente, hay en esto una flagrante contradicción. Para aceptar un matrimonio de este género era necesario que nos preparase a él una educación especial, la de otro tiempo. Entonces se formaban generalmente «tipos flácidoscomo dice el presidente Roosevelt, de esos tipos propios para recibir cualquiera impresión.

Los pedazos de sardina eran una comida sin substancia para estos bandidos que sólo encontraban sabor al alimento sazonado con el asesinato. Como si los pulpos entendiesen sus quejas, se habían dejado caer en el fondo arenoso, flácidos, inertes, respirando por sus embudos. Un pequeño cangrejo empezó á descender al extremo de un hilo, con pataleo desesperado.

Las plantas acuáticas tenían sangre; entre sus hojas flotaban unos bullones blancos y flácidos, como lienzos escapados de las manos de una lavandera. Don Marcelo y la mujer cambiaron una mirada de lástima. Se compadecieron mutuamente al contemplar á la luz del sol su miseria y su envejecimiento. Ella sintió renacer sus energías al pensar en la hija.

Al fin Gillespie quedó sentado, teniendo como vecinos más inmediatos á la profesora y sus secretarios, que ocupaban el automóvil-lechuza, y por otro lado á los tripulantes de las cuatro máquinas aéreas, las cuales se movían dulcemente al extremo de sus hilos metálicos, flácidos y sin tensión. En esta nueva postura Gillespie pudo ver mejor á la muchedumbre.

Y en efecto, en el terreno, repujado de pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si se pisaran miembros flácidos de cadáver.

Volaron en torno de su cara los flácidos rabos de la cabellera y un aullido estridente hizo temblar a todos. ¡Aaay! ¡Que se ha muerto mi niña! ¡Mi palomica blanca! ¡Mi rosita de Abril!... Y sus alaridos, en los que vibraba la exuberancia aparatosa del dolor oriental, acompañábalos de arañazos que ensangrentaban las arrugas de su rostro.

Avanzaban los macilentos restos de la miseria caballar, delatando en su paso trémulo y sus ijares atormentados la vejez melancólica, las enfermedades y la ingratitud humana, olvidadiza del pasado. Había jacos de inaudita delgadez, esqueletos de agudas aristas salientes que parecían próximas a rasgar la envoltura de piel de largos y flácidos pelos.

Era un desfile de ojos bondadosos empañados y amarillentos; de pescuezos flácidos a los cuales se agarraban sanguinarias las moscas hinchadas y verdosas; de caras huesudas por cuyo pelaje trepaban insectos; de flancos angulosos con mechones retorcidos como si fuesen lanas; de pechos angostos agitados por relinchos cavernosos; de patas débiles que parecían próximas a troncharse a cada paso, cubiertas de largo pelo hasta los cascos, como si llevasen pantalones.