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Las blancas burbujas que se escapaban de los tubos y la compacta columna de humo que perezosamente se iba confundiendo con las matinales brumas, bien claramente demostraban que el coloso estaba listo para alentar con sus potentes transpiraciones, las dobles hélices.

En torno de su vientre se obscurecían las aguas con una nube negra que subía de la profundidad. Las espumas levantadas por las hélices tenían en su hervor manchas de detritus. Un viento a ráfagas, más violento que el del Océano, pasaba sobre esta superficie, levantando un oleaje encontrado que chocaba imponente en los flancos de la nave, sin producir en ella la menor conmoción.

Pasó por el Océano varias veces como se pasa ante un paisaje terrestre á toda la velocidad de un tren expreso. La calma augusta del mar se borraba con el batir de las hélices y el ruido sordo de las máquinas. Por azul que fuese el cielo, siempre lo empañaba un crespón flotante salido de las chimeneas. Envidiaba á los buques veleros que el trasatlántico dejaba atrás.

No le daba miedo con toda su grandeza. Y mientras los dos amigos reían de este exabrupto, la muchacha huyó, llamada una vez más por doña Zobeida. Los remolcadores tiraban del Goethe, que había quedado con las hélices inmóviles, confiándose a su dirección. Estaban ya en la embocadura de una de sus múltiples dársenas, gigantescos rectángulos de agua encuadrados de muelles y docks.

Un hálito de heroísmo despreciador de los obstáculos hacía vibrar los cerebros. La vieja Europa, meticulosa, cobarde y retardataria, quedaba atrás; las hélices la enviaban los espumarajos de las aguas rotas como un salivazo de despectivo adiós.

Durante las pausas de la orquesta surgía el sordo y lejano rodar de las hélices levantando un zumbido de espumas; luego, de tarde en tarde, el lento badajeo de la campana anunciando el paso del tiempo, ó el grito del vigía acurrucado en el «nido» del palo mayor, revelando su vigilancia con una melopea igual á la del muecín en lo alto de su minarete.

Lo terrible es cuando se lo llevan, y no queda nada y hay que abrazarse para siempre al recuerdo... Yo me consideraba el otro día, al separarme de ti, el más infeliz de los hombres, y ahora pienso con envidia en aquellos instantes. ¡Te veía aún!... Y ahora cada momento que transcurre me aleja más de ti; cada vuelta de las hélices establece una separación mayor entre nosotros; un minuto representa centenares de metros; una hora una distancia enorme, que no podríamos salvarla en un día aunque marchásemos apoyados el uno en el otro, mirándonos en los ojos, olvidados del mundo.

Había desaparecido el vapor en unos cuantos minutos, hundiendo su proa en las aguas y luego las chimeneas, colocándose en una posición casi vertical, como la torre inclinada de Pisa, con las dos hélices volteando locas en su remate á impulsos de un estremecimiento agónico. El narrador empezó á quedar solo. Otros náufragos que iniciaban á su vez el lúgubre relato atrajeron á los curiosos.

Despegábanse diariamente de la tierra europea algunos de estos monstruos, arañando la profundidad con las invisibles zarpas de sus hélices, repleto el vientre de carne humana estremecida por los espejismos de la esperanza.

Parecía inmóvil, a pesar de que dos cuchillos de espuma rebullían a lo largo de su proa. «¡Adiós! ¡Buen viaje!», gritaba en varios idiomas la muchedumbre agrupada en las bordas... Y el velero fue empequeñeciéndose, como si marchase hacia atrás, saludando con violentos cabeceos las arrugas espumosas que enviaba a su encuentro el invisible volteo de las hélices.