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Se dice añadió el narrador , que el duque... pues... su excelencia... no hay que citar nombres, tiene en su casa como preso al herido. ¡En su casa! Como que le hirieron junto al postigo de su casa. ¿Y no se sabe quién le hirió? Todavía no. Pero nadie hay preso ni mandado prender... De modo que... ¿qué más prueba queréis de que estas estocadas han venido de lo alto? Esto es grave dijo uno.

Pues este lo llevaré también. Gracias. Vámonos, Sancho. Este nombre, aplicado al subdiácono, dio por un momento al padre Gracián cierta apariencia quijotesca. Pero no es aquel nombre capricho del narrador. Llamábase en efecto el subdiácono José Sancho; era natural de Palma de Mallorca, y tenía veinticuatro años de edad y siete de Compañía.

Fortunata le oía embelesada, puestos los codos sobre la mesa, la cara sostenida en las manos, los ojos clavados en el narrador, quien bajo la influencia de la atención ingenua de su amada, se sentía más elocuente, con la memoria más fresca y las ideas más claras. « no puedes hacerte cargo de aquellas noches de luna en Cuba, de aquella bóveda de plata resplandeciente, de aquellos manglares que son jardines en medio de los espejos de la mar... Pues aquella noche de que te hablo, estábamos acechando junto a un río, porque sabíamos que por allí habían de pasar los insurgentes.

Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.

Tomaba su revancha en los cuentos, pues sabía muchos, y ella los escuchaba con embeleso, abierta la boca de par en par y los ojos clavados en el narrador.

Responde la equivocación del narrador al quid pro quo del personaje, porque Moreno, en las perturbaciones superficiales que por aquel entonces tenía su espíritu, solía confundir las impresiones positivas con los recuerdos.

Ningun historiador de los que yo conozco ha sufrido en su fama de hombre honrado un entredicho como el que le ha puesto el tosco narrador Pedro Pizarro en su Relacion del descubrimiento y conquista de los reinos del Perú, acabada en 1571 y publicada, aunque tarde , ántes que los escritos que pretendia desacreditar.

¿Que quién le contará a usted esa historia? exclamó con aire de triunfo; yo, que la conozco, sin omitir detalle. ¿Usted, señor Baraton? Yo mismo. Hable usted, hable. Y todas las cabezas fijáronse en el narrador. Pues bien repuso el notario con aire importante y tomando un polvo de rapé. ¿Quién de ustedes ha conocido...? En aquel instante se dejaron oír los primeros acordes de la orquesta.

La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncella aguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idioma comprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula, iban de la imagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro. Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a la desconocida que afectaba no verle.

Al oir el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud: ¡Acabáramos de una vez!