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Salió en esto el huésped, en camisa, los pies en unas empanadas de frenegal, cinchado con una faja de grana de polvo al estómago, y un candil de garabato en la mano, diciendo que se sosegasen, que aquel ruido no era de cuidado, que se volviesen á sus camas, que él pondría remedio en ello.

¡Mardito seas y el roío der amo que te crió! ¡Así se güerva veneno la hierba que coman toos los de tu raza!... Garabato vino a avisarle que en el patio le esperaban unos amigos. Eran aficionados entusiastas: los partidarios que venían a visitarle en días de corrida.

El personal de la enfermería, luego de despachar al picador magullado, había corrido a su palco en la plaza. El banderillero desesperábase, creyendo que los segundos eran horas, gritando a Garabato y a Potaje, que habían acudido tras él, sin saber ciertamente lo que les decía.

Garabato, con rápidos movimientos de mano, cambiaba la posición de la banda de seda. En unas vueltas la faja se arrollaba doblada, en otras completamente abierta, y toda ella ajustábase al talle del matador, lisa y como de una pieza, sin arrugas ni salientes.

Sentose Gallardo otra vez y Garabato la emprendió con la coleta, librándola del sostén de las horquillas y uniéndola a la moña, falso rabo con negra escarapela que recordaba la antigua redecilla de los primeros tiempos del toreo.

Además, sentía el miedo a los compatriotas, con los cuales debía vivir siempre, y cuya opinión era más importante para él que los aplausos del resto de España. ¡Ay, el terrible momento de la salida, cuando, vestido por Garabato con el traje de luces, bajaba al patio silencioso!

Gallardo, vistiendo rica zamarra, como un señor del campo, la cabeza descubierta y la coleta alisada hasta cerca de la frente, recibía a su banderillero con zumbona amabilidad. ¿Qué decían los de la afición? ¿Qué mentiras circulaban?... ¿Cómo marchaba «eso» de la República? Garabato, dale a Sebastián una copa de vino. Pero Sebastián el Nacional repelía el obsequio. Nada de vino; él no bebía.

Pero el maestro cortó con cierta precipitación estas profecías del aficionado. Con permiso, dispénsame; ahora mismo güervo. Y salió del cuarto, dirigiéndose a una puertecilla sin número, en el fondo del pasillo. ¿Qué traje pongo? preguntó Garabato con voz que aún parecía más bronca por el deseo de mostrarse sumiso. El verde, el tabaco, el azul, el que te la gana.

Unas calzas de gamuza muy traídas y llevadas, aunque todavía de buen servicio, le tomaban aquellas piernas, antes tan de rúbrica y garabato; unos follados de colores se sujetaban a una veste soldadesca, que llegaba en medias mangas a la mitad del brazo, tomadas las vueltas anchas con colorado tabí.

Por tres veces realizó la suerte, entre las aclamaciones del público. Los que se tenían por inteligentes desquitábanse ahora de la explosión de entusiasmo provocada por Gallardo. ¡Esto era ser torero! ¡Esto era arte puro!... Gallardo, de pie junto a la barrera, limpiábase el sudor del rostro con una toalla que le ofrecía Garabato.