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Prescindimos de las fiestas conmemorativas de los santos y mártires, que sin tener una influencia capital en las bases del dogma cristiano, fueron intercaladas más pronto ó más tarde en aquel ciclo primitivo, y sólo nos atenemos á las últimas, consagradas á recordar la vida y muerte del Redentor.

Todas las divinidades formadas de tejas abajo acaban siempre por rendirse a la ley de la flaqueza, y lo único que a todos nos salva es la humildad de aspiraciones, el arte de poner límites discretos al camino de la imposible perfección, contentándonos con ser hombres en el menor grado posible de maldad, y dando por cerrado para siempre el ciclo de los santos.

Sin contar la pelota, que todas los pueblos la juegan, y entre los indios era una pasión, como que creyeron que el buen jugador era hombre venido del ciclo, y que los dioses mexicanos, que eran diferentes de los dioses griegos, bajaban a decirle cómo debía tirar la pelota y recogerla. Lo de la pelota, que es muy curioso, será para otro día.

Añádase á esto el ciclo de tradiciones de allende los Pirineos, que penetró pronto en España y fué modificado en sentido nacional, entre las cuales mencionaremos las historias tan animadas de Carlomagno y sus paladines, como el impetuoso Roldán, el obstinado Reinaldos, y aquel Gaiferos, que asistió en su juventud á trágicas historias, se hizo hombre en medio de ellas, y después emprendió su maravillosa peregrinación al país de los moros para libertar á su esposa.

Entre las demás comedias de este poeta, en las cuales descuella menos esa prenda especial y distintiva, escritas con arreglo al carácter general de las demás obras dramáticas españolas, merecen mención especial El invisible príncipe del Baúl, de mucho ingenio y de mucha gracia verdadera, quizás comparable á Amar por señas, de Tirso de Molina; El vencedor de mismo, del ciclo de tradiciones de Carlomagno; Los desagravios de Cristo, que trata de la destrucción de Jerusalén por Tito; El conde de Saldaña, en dos partes, quizás la mejor obra dramática que trate de la historia de Bernardo del Carpio, y la que se ha sostenido más largo tiempo en el teatro, y, por último, El rayo de Andalucía, cuyo héroe es el famoso bastardo Mudarra.

Tan rico es nuestro tesoro en tradiciones poéticas, como el de cualquier otro pueblo; inmediatamente después de aquel gran ciclo poético, que comprende á los Nibelungen y al Heldenbuche , que tanto nos enorgullecen por considerarlas obras verdaderamente nacionales, vienen las sublimes fábulas del emperador Carlomagno, del Santo Graal y de la Tabla Redonda, tantas otras que han vivido identificadas con nuestro pueblo, y hasta muchas tradiciones interesantes que han estimulado el estro poético español, conocidas también de nuestros antepasados; por último, también la historia alemana ofrece al dramático los más ricos y poéticos materiales.

Hacemos referencia tan sólo a los que, recibiendo impulso y dirección de algún ingenio extraordinario, caminan solos y sin andadores, representando cada cual dentro del ciclo un brillante color de los muchos en que la luz de la poesía puede descomponerse. Los que hemos citado más arriba pertenecen a ese número.

Aún más vasto era el ciclo de misterios, que se representó hacia el mismo tiempo en Chester, pues comprendía toda la historia del mundo, desde la creación hasta el juicio final. Acordábase tan poco el clero de sus anteriores anatemas, que se concedió indulgencia de mil años á los espectadores que asistiesen á toda esta serie de piadosos dramas.

En la cruz de sus recios gavilanes las católicas luces nos traía, en sus fuertes aceros la hidalguía, en sus pechos, olímpicos afanes. Estoicos, en el ciclo de sus penas conquistaron sus glorias de soldado, y al sellar con la sangre de sus venas su epopeya brillante y espartana, nos dejaron el dúplice legado de su habla hermosa y de su fe cristiana.

Ni quiere decir esto que la circunstancia de estar comprendidos en un ciclo, prive a los poetas de originalidad. No hablamos aquí, ni valiera la pena de que hablásemos, de aquellos que rastrean servilmente la pista del maestro para posar sus pies en las huellas que va dejando, porque no merecen los tales nombre de poetas.