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Con qué cuidado saqué de la gran caja, uno por uno, temeroso de romperlos, aquella multitud de zagalas y rabadanes que tejían danzas cerca del portal, y aquellos magos que seguidos de criados y soldados, tan suntuosos de vestidos como sus señores, y jinetes en caballos, elefantes y camellos, debían ser lo más lindo de aquel belén que tendría chozas y palacios, caminos de hierro y barcos de vapor, volcanes nevados, cascadas de brea, lagunas de cristal pobladas de ánades y garzas, catedrales y mezquitas, feroces beduinos y apuestos charros mexicanos que perseguían con el lazo al aire las reses montaraces.

Sin contar la pelota, que todas los pueblos la juegan, y entre los indios era una pasión, como que creyeron que el buen jugador era hombre venido del ciclo, y que los dioses mexicanos, que eran diferentes de los dioses griegos, bajaban a decirle cómo debía tirar la pelota y recogerla. Lo de la pelota, que es muy curioso, será para otro día.

Como con un cinto de dioses y de héroes está el templo de acero de México, con la escalinata solemne que lleva al portón, y en lo alto de él el sol Tonatiuh, viendo como crece con su calor la diosa Cipactli, que es la tierra: y los dioses todos de la poesía de los indios, los de la caza y el campo, los de las artes y el comercio, están en los dos muros que tiene la puerta a los lados, como dos alas; y los últimos valientes, Cacama, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, que murieron en la pelea, o quemados en las parrillas, defendiendo de los conquistadores la independencia de su patria: dentro, en las pinturas ricas de las paredes, se ve como eran los mexicanos de entonces, en sus trabajos y en sus fiestas, la madre viuda dando su parecer entre los regidores de la ciudad, los campesinos sacando el aguamiel del tronco del agave, los reyes haciéndose visitas en el lago, en sus canoas adornadas de flores. ¡Y ese templo de acero lo levantaron, al pie de la torre, dos mexicanos, como para que no les tocasen su historia, que es como madre de un país, los que no la tocaran como hijos!: ¡así se debe querer a la tierra en que uno nace: con fiereza, con ternura!

Los terrapleneros hacían montañas de tierra, donde sepultaban los cadáveres: los mexicanos ponían sus templos en la cumbre de unas pirámides muy altas: los peruanos tenían su «chulpa» de piedra que era una torre ancha por arriba, como un puño de bastón: en la isla de Cerdeña hay unos torreones que llaman «nuragh», que nadie sabe de qué pueblo eran; y los egipcios levantaron con piedras enormes sus pirámides, y con el pórfido más duro hicieron sus obeliscos famosos, donde escribían su historia con los signos que llaman «jeroglíficos».

Cuando los hombres de Europa vivían en la edad de bronce, ya hicieron casas mejores, aunque no tan labradas y perfectas como las de los peruanos y mexicanos de América, en quienes estuvieron siempre juntas las dos edades, porque siguieron trabajando con pedernal cuando ya tenían sus minas de oro, y sus templos con soles de oro como el cielo, y sus huacas, que eran los cementerios del Perú, donde ponían a los muertos con las prendas y jarros que usaban en vida.

En México, tierra ancha y generosa en la que los cubanos han hallado siempre alegría y calor de propio hogar, lo recibieron con marcadas demostraciones de aprecio. A poco de estar Martí entre los mexicanos, era altamente conocido y admirado como periodista, profesor, dramaturgo, orador y poeta.