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Tampoco cree que el día de la Asunción, en el momento de alzar en la misa mayor, todas las hojas de los árboles se unen de dos en dos para formar una cruz; las altas se doblan, las bajas se empinan, sin que ni una sola deje de hacerlo. Ni cree que el diez de agosto, día del martirio de San Lorenzo, que fue quemado en unas parrillas, en cavando la tierra, se halla carbón por todas partes.

Y la muy ladina estremecía el débil cuerpecillo, señalando al mismo tiempo al ministro una pequeña marquesita colocada junto al fuego y al alcance de su mano: en ella se sentó el excelentísimo Martínez, dispuesto a dejarse tostar en su mullido asiento como san Lorenzo en las parrillas. ¡Lo siento... lo siento en el alma! dijo.

Tal vez la misma señora, tal vez alguna criada gallarda y ágil, descolgaba con regia generosidad una o dos morcillas, y las asaba en parrillas sobre el rescoldo. Comidas luego con blanco pan, con un traguito de vino de la tierra, que es el vino mejor del mundo, y en sabrosa y festiva conversación, sabían estas morcillas a gloria. Es injusta la fama cuando asegura que se come mal por allí.

Como con un cinto de dioses y de héroes está el templo de acero de México, con la escalinata solemne que lleva al portón, y en lo alto de él el sol Tonatiuh, viendo como crece con su calor la diosa Cipactli, que es la tierra: y los dioses todos de la poesía de los indios, los de la caza y el campo, los de las artes y el comercio, están en los dos muros que tiene la puerta a los lados, como dos alas; y los últimos valientes, Cacama, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, que murieron en la pelea, o quemados en las parrillas, defendiendo de los conquistadores la independencia de su patria: dentro, en las pinturas ricas de las paredes, se ve como eran los mexicanos de entonces, en sus trabajos y en sus fiestas, la madre viuda dando su parecer entre los regidores de la ciudad, los campesinos sacando el aguamiel del tronco del agave, los reyes haciéndose visitas en el lago, en sus canoas adornadas de flores. ¡Y ese templo de acero lo levantaron, al pie de la torre, dos mexicanos, como para que no les tocasen su historia, que es como madre de un país, los que no la tocaran como hijos!: ¡así se debe querer a la tierra en que uno nace: con fiereza, con ternura!

Le odio, le detesto, no le tendría compasión aunque le viera asado en parrillas. Sólo por acabar con ese condenado, entraría yo en la conspiración. ¿Pues que te ha pasado con él? le preguntaron. ¿Qué me ha pasado? dijo Pinilla, lívido de cólera. Hace algún tiempo iba ese señor á Lorencini. Una noche hablaba yo en contra del absolutismo y de los frailes: todos me aplaudían, y él también.

Uno de los hombres de la partida arrojó al fuego un brazado de ramillas secas; se formó una alta llama y aparecieron los jinetes de Marcos Divès a caballo: doce hombres corpulentos, envueltos en grandes capas grises, con el sombrero caído sobre los hombros, los espesos bigotes retorcidos o lacios y largos hasta el cuello, el sable en la diestra, inmóviles alrededor del volquete; más allá, Catalina Lefèvre, acurrucada junto a la barandilla de su carro, con una capucha metida hasta la nariz, los pies enterrados en paja y la espalda apoyada en un gran barril; detrás de Catalina se amontonaban una olla, unas parrillas, un cerdo abierto en canal, limpio, blanco y sonrosado, varias gavillas de cebollas y algunas coles para hacer la sopa: todo aquello salió un momento de la obscuridad y volvió a quedar en la sombra.

Ha, en eso de ciento treinta y cinco mil, dixo el Indio, hay su poco de ponderacion, porque no ha mas de ochenta mil que está poblada la India, y nosotros somos los mas antiguos; y Brama nos habia prohibido que nos comiéramos á los bueyes, ántes que vosotros los pusiérais en los altares y en las parrillas.

El ancla desgarra con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el carbón chisporrotea en las parrillas dando aliento á los pulmones de acero de la caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas hacen alarde de su potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban su elasticidad, las cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda aquella vida y de aquel movimiento en que nada está quieto, el barco se columpia libre de toda traba, combinando las palas de la hélice en el fondo de las aguas espirales remolinos que llevan á la superficie entrelazadas ondulaciones en las que se tejen las filigranas de espuma que deja en pos de la bullente estela.

FERRANDO. ¡Cáspita! ¿Y no la atenacearon? JIMENO. Buenas ganas teníamos todos de verla arder por vía de ensayo para el infierno; pero no pudimos atraparla, y sin embargo si la viese ahora... GUZMÁN. ¿La conoceríais? JIMENO. A pesar de los años que han pasado, sin duda. FERRANDO. Pero también apostaría yo cien florines a que el alma de su madre está ardiendo ahora en las parrillas de Satanás.

Para que haya un Régulo es menester que haya cartagineses; para que haya un sabio que beba tranquilo la cicuta es menester que haya jueces inicuos que por odio a sus discreciones y sabidurías le condenen a beberla, y para que haya mártires que se dejen desollar o que se dejen asar a fuego lento en unas parrillas es menester que haya tiranos tan empedernidos y atroces, que los manden desollar o asar porque no se prestan a adorar los ídolos o por otra tontería por el estilo.